Ciento cuarenta delegaciones oficiales extranjeras presenciaron ayer la toma de posesión del papa Benedicto XVI y después desfilaron una a una frente al nuevo papa, en el interior de la basílica de San Pedro. El primero fue el presidente de Alemania, país natal de Joseph Ratzinger, al que saludó protocolariamente. Le siguió el canciller Gerhard Schröder, empachadísimo, y el gobernador cristianodemócrata de Baviera, Edmund Stoiber, que pareció no poner fin a un coloquio que podría ser el empujón final para las próximas elecciones.

Después desfilaron reyes y príncipes, comenzando por Juan Carlos y Sofía, vestida de blanco por privilegio secular. Fue la charla más larga de los 140 breves encuentros que mantuvo el Papa. El Rey volvió incluso sobre sus pasos como para seguir la conversación, animada por amplios gestos del Monarca y apertura de brazos de Benedicto XVI. Siguió el Gran Duque de Luxemburgo, el rey de Suecia, Alberto de Mónaco y después, por riguroso orden alfabético, europeos, americanos, países árabes y Africa. No hubo ningún asiático.

Todoterreno

Las campanas de San Pedro tocaban la una menos cuarto de la tarde cuando frente al altar apareció un todoterreno descapotado, impolutamente blanco, y en él se subió Benedicto XVI, el tímido. La plaza hirvió en aplausos, toda clase de espectadores se agolparon en las barandillas que dividían los diferentes sectores y muchos se auparon a las sillas para tener una vista mejor; se esperó, como el sábado en la sala Pablo VI, que reapareciera el estilo wojtyliano, pero quedó en amago.

El Papa combinó una sonrisa con un gesto de duda, subió a la parte trasera del vehículo descubierto y éste arrancó. Lentamente empezó el descenso por el pasillo central, en dirección al obelisco. " ¡Benedikt papst!" (Benedicto papa, en alemán), empezó a gritar a muy buen ritmo la delegación de Marktl, el pueblo de los Ratzinger. " ¡Benedetto, Benedetto!", tronó el gran escenario. Pero el Papa desfiló entre dos filas abarrotadas, con un gesto de timidez que parece que será el suyo más habitual. Las pantallas gigantes devolvieron la imagen de un anciano sonriente, pero un punto alarmado por aquel rito espontáneo, trepidante, tan diferente del canon riguroso que hasta entonces tenía la celebración.

Desde las filas más alejadas del camino papal sólo era posible descubrir, entre un bosque de cabezas, la punta dorada de la mitra que avanzaba a paso de procesión. En cuanto el papamóvil giró a la izquierda, un grupo de bávaros levantaron sus banderas, seguros de que su compatriota daría orden de parar. Siguió plaza allá sin más gesto, quizá, que los brazos más abiertos que hasta entonces. Unos mexicanos con la bandera de rigor no ocultaron su decepción: "Estábamos seguros de que se detendría".

El coche continuó por el camino circular que marcaban las vallas, siempre con el obelisco a su derecha. Los aplausos nunca faltaron y las campanas a todo tocar, tampoco. Los bávaros agitaron al viento sus sombreritos de ala estrecha y pluma larga, pero Benedicto XVI siguió su marcha, puso rumbo por la izquierda de las filas de sillas, pasó junto a la enorme estatua de San Pedro y se dirigió al interior del Vaticano por la puerta de la izquierda de la basílica.

Música de órgano por los altavoces y últimos aplausos. En la plaza, muchos bávaros risueños, vestidos como se supone que vestían los bávaros en tiempos de Luis II, con chaquetas llenas de herrajes y botones llamativos, calzones justo hasta debajo de la rodilla, calcetines adornados con fantasías en punto de cruz y botas de siete leguas. "Este papa es muy diferente", dijo, en un italiano bastante aseado, uno de ellos, tocado con un sombrero lleno de escudos. Sabía de qué hablaba.