Entre sorprendida y aturdida, Adelle Bassbous se encontró ayer por la mañana con la vidriera del comercio que regenta en un barrio cristiano de Biblos reducida a añicos, y a pocos metros del lugar, con los restos carbonizados de un camión. La noche había sido agitada en esta localidad, situada a una treintena de kilómetros al norte de Beirut. La aviación israelí había bombardeado la ciudad e incluso un enorme estruendo la había despertado de madrugada. Pero Adelle no alcanzó a descifrar que aquel bombardeo nocturno, que, "gracias a Dios", no causó muertos ni heridos, había hecho impacto precisamente a escasos metros de lo que es su fuente de sustento.

"Aquí no hay nada, ni un cuartel del Ejército ni chiís, este es un barrio cristiano; aquí solo vivimos gente normal", explica esta propietaria en un correcto francés aderezado con un suave acento árabe, y aceptando muy a regañadientes posar ante las cámaras porque no se considera lo suficientemente "guapa".

De relajadas costumbres

Un rápido vistazo al vecindario parece confirmar las palabras de Adelle. Mujeres con ceñidos tejanos, hombres de perillas impecables y cuidada presencia y, ante todo, una atmósfera de costumbres relajadas que en nada recuerda a la piedad islámica de los musulmanes chiís. Sin ir más lejos, en Jessica, la tienda de Adelle, se venden, entre otros productos para el público femenino, medias y ropa interior.

Y por esta simple razón, su propietaria, que no se puede explicar qué pretendían destruir los israelís en la madrugada del martes en Biblos, no quiere ocultar su ira contra la mala puntería o la mala fe de las fuerzas armadas de su vecino del sur: "No es normal que bombardeen aquí; lo que quieren es destruir el Líbano".

Si los vecinos de Biblos aún se preguntan, extrañados, qué pretendían neutralizar los autores del bombardeo de la madrugada, los de Akkart-Alaa´Bde, en los alrededores de Trípoli, también al norte de Beirut, solo pueden llorar a sus muertos. Un ataque aéreo hace tres días pulverizó un cuartel del Ejército libanés. Resultado: entre cuatro y cinco sargentos del Ejército libanés muertos, dependiendo de quién proporcione la cifra, y un número de heridos que ronda los 16.

Ciudades desiertas

Entre los restos del edificio, del que no han quedado ni siquiera las paredes, todavía se encuentran restos de los proyectiles, además de jóvenes militares que muestran los daños a los periodistas de paso y que no logran explicarse por qué Israel se ensaña con las fuerzas armadas regulares libanesas, si se supone que lo que pretende es acabar con las milicias chiís.

El Líbano, país turístico y de comerciantes, vuelve a estar en pie de guerra. Desde la frontera norte con Siria, las ciudades que salpican la costa mediterránea, con sus blancos edificios y su caótica urbanización, atrapadas en una reducida franja de terreno entre las montañas y el mar, aparecen desiertas, pese a que los bombardeos israelís más intensos se producen lejos de ahí, en el sur, junto a la frontera con Israel. Solo cuando se divisa Beirut, el ambiente recupera algo de normalidad y el ir y venir de los vehículos devuelve algo de actividad a una autovía con poco movimiento en las horas centrales del día.

Hosteleros irritados

Las terrazas y restaurantes de Trípoli, junto al puerto pesquero, que en esta época del año debían reventar de turistas y lugareños disfrutando de las vacaciones veraniegas, son un buen ejemplo del daño que la ofensiva militar y el bloqueo israelí causan a la economía local. Donde debía sonar música de acordes orientales y los turistas debían pugnar por hacerse con una mesa junto a la costa, ahora solo hay mesas vacías, desolación y hosteleros irritados que maldicen a su suerte y a Israel. Los pesqueros están amarrados y nadie se atreve a salir a la mar a faenar.

"Chirac, ayuda al Líbano", clama Hatem Eid, chófer de profesión, quien, ante el bloqueo marítimo y la inactividad forzada a la que ha sido condenado, mata las horas bebiendo té junto a conocidos. Francia, el antiguo colonizador, parece ser la única esperanza de superar los bombardeos del aliado de Washington. "Mire, mire, ahí en el horizonte se pueden ver dos buques de guerra israelís", asegura, sin que su interlocutor logre divisar nada más que el mar Mediterráneo.

Joseph Bahi, que trabaja de cajero en un restaurante de comida rápida, también parece buscar bajo el sol de Trípoli un quehacer para matar las horas y desgrana, con menos indignación que su conciudadano, los daños a la economía local. "Entre 10.000 y 12.000 pescadores viven del mar en Trípoli, no hay nada qué hacer", se lamenta. Y todo sigue así, quedan aún largos días antes de que los pescadores puedan volver al trabajo.