Para los defensores de la jurisdicción universal y del fin de la impunidad de los delitos de genocidio contra la humanidad, el juicio de Sadam es una de las escasas buenas noticias de Irak, aunque la satisfacción esté mitigada por el cataclismo del país. El castigo de un tirano sangriento, capaz de gasear a poblaciones enteras, y la debida reparación de las víctimas no logran borrar las dudas que suscitan la competencia e imparcialidad del tribunal. Se trata de una justicia de los vencedores, como en Nüremberg y Tokio. Hubiera sido más convincente llevarlo ante el Tribunal Penal Internacional creado en 1998, una actuación prevista cuando los estados no ofrecen las garantías necesarias.

Ante el caos en el que vive Irak, cuando los sunís se sienten preteridos por una Constitución que consideran un golpe mortal contra la integridad del país, el juicio contra el dictador iraquí, convertido estúpidamente en símbolo de la resistencia, más les parecerá un acto de venganza que de justicia.

*Periodista e historiador.