Cayó el fortín rojo y ardió Bangkok. Dos meses y 80 muertos ha necesitado el Gobierno para aplastar la marea de desheredados que habían conquistado el corazón comercial. El Ejército los echó ayer a tiros. La operación, para lo que se temía, fue un éxito de precisión quirúrgica: 15 muertos (un periodista italiano entre ellos) y 60 heridos.

Pero al Gobierno le queda un país polarizado y las instituciones debilitadas. El problema persiste y la lucha no terminó ayer, aclaraban los camisas rojas en la retirada. "Volveremos muy pronto. Hay demasiados pobres en Tailandia para que nos puedan controlar a todos", prometía Jiaep, de 40 años, descalza y llegada desde Pattaya, la ciudad burdel. La capital ardía a última hora, con numerosas columnas de humo. Al menos 27 edificios y 16 sucursales bancarias fueron quemadas. Entre ellas, la flamante sede de la bolsa. También fueron desalojadas varias cadenas de televisión y diarios locales, a los que los manifestantes acusan de publicitar al poder.

Bangkok, canalla, vitalista y nocturna, acababa el día agotada, sometida al toque de queda. Las calles estaban desiertas y algunas zonas permanecían sin electricidad. La medida se amplió a 23 provincias. Las próximas horas revelarán si estos ataques son la espuma de la ola o acercan al país a la guerra civil. Los choques de la capital se contagiaron ayer a las pobres provincias del norte, el feudo rojo.

Un enjambre de helicópteros, tan pronto despuntó el sol, ya anunciaba que el Gobierno concluía las estériles negociaciones. Una columna de tanquetas avanzaba por la Avenida Silom y superaba las barricadas de neumáticos y cañas de bambú, en el parque Lupini. El trecho hasta el corazón del campo fue un paseo militar a pesar de la resistencia de los camisas rojas , algunos con granadas y pistolas y muchos más con tirachinas, cohetes y otras armas artesanales.

El escenario, más tarde, era el propio de una huida apresurada, con decenas de zapatos, moscas sobre las perolas y la colada al sol. Los camisas rojas que quedaban frente al escenario del campo, conscientes de la inminente batalla, cantaban y bailaban con una música discotequera que se mezclaba con los disparos y las explosiones. A mediodía cesaba la música y subía lloroso al escenario Jatuporn Prompan, el líder más visible, para anunciar la evidencia. "Nos rendimos. No queremos más muertos". Otros seis líderes se le unirían después. El anuncio trajo primero lágrimas y súplicas de vender caro el fortín entre los congregados, mujeres y niños en gran parte. Después, el caos.

COCTELES MOLOTOV El grueso corrió hacia las salidas o al hospital, mientras grupúsculos de incontrolados se afanaban en cumplir la promesa de arrasar el barrio pijo si entraba el Ejército. Tiendas de Loewe y Louis Vuitton fueron masacradas. Una bombona de butano prendió el elitista restaurante Zen, en el Central World, el segundo mayor centro comercial de Asia.

La guerrilla urbana se extendió por la ciudad, con focos más o menos fragorosos. En una arteria principal, media docena de adolescentes y niños intentaban quemar un autobús, estúpidamente protegidos de las balas con ligeros cascos de motos. Se acercaban arrastrándose y lanzaban pedestres cócteles molotov mientras a cien metros disparaban los soldados. Solo el séptimo alcanzó tímidamente la rueda, suficiente para que se alejaran riendo y chocando las palmas, como si de una travesura se tratara. Cinco minutos después, el fuego alcanzaba el depósito de gasolina y la multitud lejana acompañaba la estruendosa explosión con aplausos.

SOLDADOS CONTRA SOLDADOS Tailandia debería carecer de Ejército por estética. Esos rifles de asalto no casan con los tailandeses, alegres sin comparación. Aún en lo más crudo de semejante crisis de orden público, el mando de una patrulla cercana al autocar no deja de sonreír, con recio material antidisturbios y casco bajo la canícula. "Amo a los camisas rojas , son mis hermanos. Pero también amo a mi país, y tengo que mantener el orden", cuenta, con el sudor bañando su cara. Durante la crisis se han visto soldados disparando sobre los soldados que disparaban a manifestantes.

Unos 700 u 800 camisas rojas continuaban en la noche de ayer refugiados en el hospital y el templo del fortín por miedo a los francotiradores en las vías de salida. Una mujer en el hospital asumía que se irá sin haber derribado el Gobierno, lo que sí lograron los camisas amarillas dos años atrás. Niega la derrota. "Hemos ganado. Nos hemos hecho oír y el mundo sabe que nuestro Gobierno dispara contra su gente", sostiene, mientras el humo dificulta respirar y suenan decenas de alarmas antincendios.

A sus espaldas, el Central World ya es una enorme pira. Más tarde también ardería la sede de la Bolsa. Son los corolarios de una victoria en absoluto pírrica para estos campesinos: el edificio donde la élite urbana de Bangkok se repartía la riqueza del país y al que acudía para gastársela son hoy cenizas.