En el exterior, una masacre de civiles y soldados. En el interior, la vida cotidiana del inmenso complejo militar de Bagram apenas habrá sufrido sobresaltos. Con toda probabilidad, el comedor servirá la cena puntualmente. Los soldados comenzarán a hacer jogging tras la puesta de sol, eso sí, sin separarse un momento de su fusil M-16, cuya pérdida sería considerada como una falta grave. Por eso el vicepresidente de Estados Unidos, Dick Cheney, que fue escondido en un refugio, quizás fue de los únicos que ayer tuvieron que modificar su quehacer en Bagram.

Y es que atravesar el perímetro de seguridad de la base de Bagram para un afgano cargado de explosivos y causar una matanza en el interior es misión casi imposible. No se puede estacionar ningún vehículo en las proximidades de la puerta principal y los guardas permiten la entrada de muy pocos automóviles o camiones procedentes del exterior que no pertenezcan al Ejército estadounidense. Los afganos que allí trabajan son sometidos a exhaustivos registros antes de acceder a la base. Y solo los mendigos --que constituyen, junto con los trabajadores afganos, la mayoría de las víctimas del atentado-- intentan sacar provecho y pasan el día junto a la entrada para arrancar unos afganis a quienes tienen la suerte de trabajar allí.

El complejo militar de Bagram ha servido de plataforma para los ocupantes del país centroasiático. La Unión Soviética la usó en los años 80 como base de operaciones. Estados Unidos acaba de construir una pista de aterrizaje de 3,5 kilómetros. Todo ello, sin contar con las torturas allí cometidas, que llevaron a la muerte en el año 2002 a dos presos.