A la tercera, probablemente, tampoco irá la vencida. En una polarizada y politizada, tensa e intensa comparecencia ante el Congreso de Estados Unidos, Robert Mueller reiteró ayer que tras concluir dos años de investigación sobre el Rusiagate y sobre las potenciales acciones de obstrucción a la justicia de Donald Trump no ha exonerado al mandatario. «El presidente no fue exculpado de los actos que supuestamente cometió», declaró el que durante más de dos años ha sido fiscal especial, que también recordó que el presidente puede ser imputado una vez que abandone el cargo.

El mensaje no es nuevo. Ya estaba en el mastodóntico informe de 448 páginas, finalizado por Mueller y su equipo en abril, que fue tergiversado por Trump como «exculpación total» gracias a la síntesis favorable al presidente que hizo el fiscal general, William Barr, un resumen que fue el único material disponible hasta que todo el documento (salvo un 12% clasificado) se hizo público. El mensaje también lo había lanzado Mueller en mayo, cuando por primera vez habló en público sobre sus pesquisas y sus conclusiones, recordando que su oficina ni siquiera hizo una determinación legal sobre una potencial imputación del presidente porque «no era una opción» en parte por las limitaciones que imponen directrices del departamento de Justicia respecto a un presidente en activo.

Aun siendo un mensaje conocido, cobró ayer especial relevancia por el escenario donde se pronunció, el Congreso, al que tanto el informe como el propio Mueller reconocen la autoridad para dar otros pasos. Y esos incluyen iniciar un proceso de impeachment (destitución), aunque Mueller eludió repetidamente pronunciar la palabra.

trayectoria / Fue solo uno de los ejercicios de contención de Mueller, un veterano curtido en las turbulentas aguas de Washington tras más de una década trabajando en el departamento de Justicia y doce años como director del FBI que intentó evitar la comparecencia consciente de que todas sus palabras y gestos se iban a usar e interpretar según intereses partidistas. Y fue un esfuerzo tan evidente como inútil.

Demócratas y republicanos intenaron explotar a su conveniencia la comparecencia en sus turnos de preguntas, que a menudo aprovecharon más para hacer declaraciones que para obtener respuestas, que Mueller ya había advertido que serían limitadas y se ciñó como prometió casi exclusivamente a lo escrito en el informe.

Los demócratas intentaron subrayar las más graves implicaciones de las conclusiones de la investigación, las sombras que no dejan de planear sobre la actuación personal de Trump y de su equipo y la gravedad de la probada operación de interferencia rusa. Los republicanos, por su parte, volvieron a cuestionar la imparcialidad de los investigadores, a tratar de sembrar la sombra de la duda de que el origen de las pesquisas no fue la injerencia del Kremlin sino supuestos intereses partidistas y contra Trump e incluso a cuestionar las credenciales del propio Mueller. Este por primera vez en público fue tajante en negar la acusación más habitual de Trump y los conservadores y ante el Comité de Inteligencia declaró: «No es una caza de brujas». De poco o nada sirve su contundencia. Mientras, las líneas divisorias de los polarizados EEUU se reconfirmaban en cobertura mediática y expresiones en redes sociales.