La pregunta puede parecer retórica y simple. Partiendo de que la existencia de la crisis es inobjetable (incluso pasaríamos con menos para admitirlo), y de que Europa también existe, la respuesta sería obvia: hay una visión europea de la crisis. Bien, esto puede matizarse, porque, para empezar, deberíamos disponer de una definición clara, unívoca, de qué es Europa, y la cosa es más complicada de lo que parece.

Por un lado, si Europa fuera solo la Unión Europea (UE), a escala institucional, gubernamental y supraestatal dispondríamos de un amplio elenco de respuestas: las instituciones comunitarias, el propio Banco Central Europeo, cada Gobierno de cada Estado miembro, los partidos en la oposición en cada país, los medios de comunicación, etcétera, cada cual tendría su versión, y el panorama no pintaría bien.

Pero si, además, admitimos que Europa es más que la UE, si incluimos la Alianza Atlántica, el Consejo de Europa y, ya puestos, la propia Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), el espacio de percepciones de la crisis se amplía mucho. Pero son instituciones frías. Más allá de esos niveles institucionales e intergubernamentales, está la gente, que es lo que importa en última instancia cuando hablamos de política.

Los datos que disponemos dicen que los 500 millones de habitantes de la UE están preocupados por la crisis, y con razón, pero de un modo muy fragmentado, y sobre todo, no hay una correlación mecánica que muestre que los europeos de los países más golpeados tengan una visión más pesimista de la misma que los que de momento están mejor.

Y no hablo de pobres de solemnidad versus un puñado de supermillonarios. El fenómeno es más pernicioso, pues los alemanes no lo ven mucho mejor que los griegos, los portugueses o los españoles. Los daños colaterales son otros: el ataque a los fundamentos básicos del Estado del bienestar nunca había tenido un contexto tan favorable como la crisis actual, comparada con las de 1973, 1979 o 1994.

El determinismo/fatalismo de unas supuestas leyes de unos ignotos mercados nunca había sido tan agresivo contra el territorio de la voluntad colectiva. La capacidad organizativa de los ciudadanos languidece. Nunca en Europa desde 1945 la distancia entre los ciudadanos y las élites políticas había sido tan abismal (eso dicen las encuestas). Deberíamos reflexionar sobre ello.

Crecimiento equis

Algunas agencias internacionales dicen, por ejemplo: el crecimiento de Alemania (Francia, España, etcétera) a 30 años vista será equis. Bueno, dependerá de quién gobierne y cómo la haga, ¿no? Pues no, algún experto te mira como diciendo: "Vaya, otro que no ha entendido nada". Y, a la vez, los mecanismos formales de relación entre sociedad y política no han cambiado.

Hay elecciones, y la gente que en Europa va a votar lo hace contra (el Gobierno, en tiempo de crisis) o bien desde el mal menor. O vota desde el desahogo personal: ¿alguien cree en serio en Francia que la hija de Le Pen tiene soluciones inéditas? Pues el 23% o el 24% de los encuestados afirman creer que sí (cuesta creerlo). Pero, aparte de estos desahogos, la percepción ciudadana parece ser esta: lo que digan los candidatos tiene poca capacidad de incidencia sobre la inercia de ese Titanic que es la crisis, y lo que tenga que pasar pasará.

Y, sin embargo, ser ciudadano europeo no es lo peor que te puede pasar en el mundo del 2011. No ya comparado con Darfur o Haití. Comparado con lo que quieran, con pocas excepciones. Ser europeo tiene enormes ventajas, la calidad de vida media, los (aunque maltrechos) mecanismos de asistencia social, la relativa seguridad de nuestras vidas cotidianas, los espacios para discutir sobre todo esto; no, ser europeo no está tan mal.

En síntesis, los europeos tienen mil razones para plantar cara y defender un activo que, francamente, casi todo el resto del mundo tiene motivos objetivos para envidiar.