El teléfono sonó un 18 de diciembre de 1972, un mes después de que Joe Biden ganara contra todo pronóstico las primeras elecciones importantes de su carrera para convertirse en uno de los senadores más jóvenes en la historia del país con solo 29 años. Ese mismo día había viajado a la capital desde Wilmington (Delaware) para buscar una casa en el barrio acomodado de Chevy Chase y empezar una nueva vida con su familia. «Ha habido un leve accidente. Nada de lo que preocuparse, pero será mejor que vuelvas a casa», le dijo su hermana Valerie. Un camión acababa de arrollar el coche en el que viajaban sus tres hijos y su mujer Neilia. Ella y su bebé de 12 meses (Ashley) murieron en el acto. Sus hijos Beau y Hunter resultaron heridos.

Biden pensó en renunciar al cargo y refugiarse en una vida de recogimiento y penitencia. Llamó a un cura amigo para preguntarle si podría anular su matrimonio y ordenarse sacerdote. Pero su familia no le dejó y, desde el mismo hospital en el que se recuperaban sus hijos, acabó jurando el cargo con una condición solemne: si en seis meses notaba que el trabajo le impedía ser un buen padre, dejaría el Congreso.

«(Mi estado) Siempre puede encontrar a otro senador, pero mis hijos no pueden tener otro padre», dijo ante las cámaras. Y así nació Amtrak Joe, el senador que cada mañana cogía el tren hasta Washigton tras dejar a sus niños en el colegio y volvía al anochecer para meterlos en la cama. De aquello ha pasado casi medio siglo, una vida que culminó con su aceptación de la candidatura demócrata a la presidencia de EEUU tras dos intentos anteriores fallidos de conquistar la nominación del partido.

Como dejó claro en su discurso de aceptación, la familia y la fe católica son los pilares básicos de Joseph Robinette Biden Jr, quien parece haberse tomado muy en serio las palabras que le decía su padre cuando era un niño: «Campeón, la medida de un hombre no se extrae de cuántas veces lo derriban, sino de lo rápido que se levanta». Había nacido en Scranton, un pueblo minero de Pensilvania en 1942, en plena segunda guerra mundial. Los Biden, de sangre inglesa y francesa; los Finnegan, irlandeses. La familia de su padre tenía dinero, pero las cosas se torcieron con la guerra y el padre tuvo que ganarse la vida vendiendo coches de segunda mano y más tarde como agente inmobiliario en Wilmington, al que se trasladaron cuando Joey, el mayor de tres hermanos, tenía 10 años.

Cuentan sus biógrafos que Biden no fue un gran estudiante, pero tenía buena memoria, don de gentes, planta de atleta y dotes de liderazgo. También una tartamudez que dio para motes crueles, como el de Joe Impedimenta que le pusieron en clase de latín. Acabaría superándolo con el apoyo de su madre y su tío, que le regaló libros de poetas irlandeses y estadounidenses que recitaba por las noches ante el espejo. Porque ya de niño tenía grandes ambiciones. Una de las monjas que le dio clase recordaba que con ocho años escribió que quería ser presidente. No solo eso. Biden optó por la carrera de Derecho tras comprobar en un almanaque del instituto que muchos senadores eran abogados de formación.

En el Senado tuvo desde el principio grandes padrinos, como Ted Kennedy, conmovidos por la desgracia familiar de aquel novato que se ganó el escaño defendiendo los derechos civiles de los negros. «Siempre fue un progresista moderado, partidario de trabajar dentro del sistema para cambiar las cosas», diría después un juez amigo de juventud. Biden no fue a Vietnam ni participó en las marchas de aquellos años, pero desde su primera campaña a la última, los afroamericanos fueron esenciales para que su carrera progresara. Por más que se opusiera inicialmente a la integración racial de los autobuses escolares o las buenas relaciones que mantuvo con los segregacionistas sureños. Esa ha sido una de señas de identidad política: la tendencia a buscar consensos con sus rivales políticos.

Una cita a ciegas con una profesora de Delaware le devolvió la ilusión por la vida y la política. En 1977, volvió a casarse con Jill Jacobs, su mujer desde entonces, con la que tuvo otra hija, Ashley. Simpático, dialogante y siempre el primero en levantar el teléfono cuando la vida de su entorno se torcía, pasó 36 años en el Senado, donde fue presidente del poderoso Comité de Asuntos Exteriores, uno de los motivos por los que Barack Obama lo eligió para ser su vicepresidente el 2008. Como candidato a la Casa Blanca, siempre fue lo más parecido a una calamidad, tanto en 1988, como en el 2008 o en esta campaña, salvada por una confluencia de circunstancias ajenas a los méritos que desplegó en la carretera.

Su fracaso en aquella primera, probablemente le salvó la vida pues le permitió hacerse una revisión médica en la que le detectaron dos gravísimos aneurismas. También el 2016 quiso presentarse a la presidencia, pero la muerte fulgurante de Beau por un tumor cerebral a los 46 años, el hijo en el que depositó todas las esperanzas para que recogiera su testigo, truncó sus aspiraciones. Y así hasta hoy. En el ocaso de su vida, Biden tiene la Casa Blanca a tiro de piedra, el desenlace improbable de una existencia tan afortunada como desdichada. H