La escena era desoladora. El campo verde de Pekín estaba poblado de jugadores vestidos de amarillo y rojo. Eran manchas que se hacían cada vez más grande. Uno lloraba detrás de la portería. Otro estampaba la cara contra el césped. Algunos se tapaban el rostro, mientras la mayoría vagaban, abatidos, por el escenario de la gran derrota. En medio de ese paisaje devastador, emergían unos tipos vestidos de blanco, los alemanes, los campeones olímpicos, que no paraban de dar botes de alegría.

Entre tanto tráfico circulaba también un hombre con elegante y discreto traje gris, frío por fuera, roto por dentro, que tendía su mano y, de paso, su corazón, a los jugadores españoles. A sus hombres. Sereno, pausado, llorando el alma pero firme, generoso y cómplice en sus gestos, caminaba Maurits Hendriks. "Nunca había ganado una plata, no sabía que ganarla duela tanto, es realmente horroroso. Los bronces se ganan, las platas se pierden".

Cuando él hablaba, Rodrigo Garza, continuaba abatido junto a la portería en que Quico Cortés encajó el penalti córner que les privó de convertirse en legendarios. "Me rompí, me puse a llorar. Es que era nuestro oro. Poco a poco nos iremos dando cuenta de lo que es esta plata, pero era nuestro oro", se lamentó el único jugador madrileño de la selección, quien calificó de "juego muy rácano" el de Alemania, exigiendo cambios inmediatos en las normas del hockey. "No puede ser bueno que el campeón olímpico gane solo por 1-0", dijo. "Entiendo a Rodrigo, ganaron con resultados de fútbol", precisó Hendriks.

El futuro del técnico

Al técnico le preguntaron si iba a seguir con España, ya que Holanda quiere recuperar al cerebro que dejó escapar. "Es muy temprano para decir si voy a seguir. Con este equipo no he llegado a ningún punto de saturación. Son un grupo maravilloso de jugadores y de personas". Lo fueron en la victoria y lo son en la derrota.