Daba igual que la población comiera lentejas con gusanos, que hubiera firmado una de las 192.684 ejecuciones o que estallara la crisis de los misiles en Cuba, los sábados y domingos, a las 5 en punto, Francisco Franco acomodaba sus posaderas en la butaca de seda amarilla de la sala de cine de El Pardo y se evadía en sesiones a las que asistían la familia y un círculo de afectos: un día el médico de cabecera, Vicente Gil; otro, el almirante Luis Carrero Blanco; casi siempre la marquesa de Huétor de Santillán, algún ayudante militar y personal del palacio.

La rutina era la siguiente: cada semana, después del desayuno, la Dirección General de Cinematografía extendía un folio con los estrenos a Carmen Polo. La Señora de Meirás elegía la peli y mandaba imprimir una invitación en cartón para repartir entre el público, como si se tratara de una première en el Capitol de la Gran Vía madrileña. En la sala, que olía al mismo ambientador de los cines de Madrid, primero se proyectaba el N.O.D.O., luego había pausa para la limonada y los marrón glacés, y a continuación, empezaba el largometraje. Esa rutina se la explicó el mayordomo del generalísimo, Juan Cobos Arévalo, al historiador Magí Crusells, autor del libro Las películas que vio Franco (Cátedra) junto al fallecido José María Caparrós.

Caparrós y Crusells se preguntaron qué tipo de cinéfilo era Franco, un hombre que había hecho un cameo en La malcasada (1926), le gustaba rodar películas caseras tanto como pescar salmón en la ría y que era el ideólogo de Raza (1941), el filme que dirigió José Luis Sáenz de Heredia a mayor gloria del Centinela de Occidente, o sea, de sí mismo.

¿Por dónde empezar la pesquisa? Los historiadores tuvieron suerte. Un empleado del Archivo General del Palacio Real les sacó un pliego con los programas originales de mano. «Entre 1946 y 1975, Franco visionó en El Pardo algo más de 2.000 películas, 1.514 extranjeras (917 norteamericanas) y 465 españolas», resume Crusells, haciendo notar que, en la intimidad, Franco se pasaba por la braga-faja el furor patriótico. Una muestra: las primeras dos películas que se proyectaron en El Pardo, en 1946, el año del inicio de la autarquía, fueron El último gánster (1937), sobre un mafioso inadaptado y celopático (Edward G. Robinson), y El sargento inmortal (1943), con Henry Fonda metido a cabo de infantería con morriña en el desierto africano.

Cintas prohibidísimas

No solo no hizo ascos a la pérfida Hollywood. «Franco vio dos películas prohibidas en España: Christopher Columbus (1949), de David MacDonald–en la que los descubridores de América quedan fatal–, y Viridiana (1961), de Luis Buñuel, dos semanas después de obtener la Palma de Oro de Cannes». Según el mayordomo, el patrón calificó esta última de «baturrada», hasta que L’Osservatore Romano, el órgano oficial del Vaticano, dictaminó que era «blasfema» y pidió la excomunión de todo el equipo. Tuvieron que pasar dos años después de enterrar al dictador para que se proyectara en una pantalla comercial.

Su Excelencia tenía más prerrogativas, claro. «Del total de películas, nueve fueron vistas antes de pasar por la censura y 722 antes de su estreno comercial», dice Crusells, para matizar que, según el testimonio del probo mayordomo, nunca hubo censor en la sala que obedeciera el carraspeo del patrón como señal palmaria de que había que pasar la tijera.

El sirviente, siempre de pie detrás de la butaca del jefe de Estado, aventura que le gustaban «las películas en las que el personaje fuera un salvador o un héroe, tipo Los últimos de Filipinas o ¡A mí la legión!», pero el vaciado de los documentos muestra su inclinación por la comedia y la acción, desmontando así el mito de que el gallego era un hooligan del wéstern. «Visionó 507 comedias y 126 del Oeste», puntualiza Crusells. «Y solo hubo una película que repitió varias veces, El rey del juego (1961)», un filme de Norman Jewison en el que un codicioso jugador de póquer (Steve McQueen) reta al rey de las mesas (Edward G. Robinson) en Nueva Orleans. «La vio en 1966, en 1971 y cuatro meses antes de morir», puntualiza el historiador.

Otras elecciones resultan, cuanto menos, chocantes. Por ejemplo, El veredicto (1974), una densa trama de André Cayatte que vio poco antes se expirar, o Rashomon (1950), en la que Akira Kurosawa muestra la complejidad de la verdad. «Con todos mis respetos –opina el historiador–, no creo que entendiera esas películas, como tampoco Muerte de un ciclista del [comunista] Juan Antonio Bardem; Furia española (1974), de Francesc Betriu –una mezcla de fútbol, política, sexo y crítica social que, según el realizador catalán, pudo «contribuir a agravar la agonía del dictador»–, o El ladrón de bicicletas», reflexión de Vittorio de Sica sobre las vilezas del fascismo.

En Multicines Franco hubo también tardes palomiteras. El dictador se zampó casi todas las películas de James Bond -«eso sí, en el cartel promocional de 007 Vive y deja morir, la censura añadió centímetros de tela al biquini de Gloria Hendry, la primera chica Bond negra»-, y no apartó la vista ante el bamboleo de los pechos de Liza Minnelli mientras canta «money, money» en Cabaret (1972), ni cerró los ojos cuando el viento de la rejilla del metro dejó al aire el muslamen de Marilyn Monroe en La tentación vive arriba (1955).

Aunque, después de tanto demonio, mundo y carne, Franco se tragaba Los misterios del rosario (1957), un tostón de Fernando Palacios y Joseph Breen en el que, tras un prólogo en que el padre Patrick Peyton solicita al espectador que rece un Ave María por la campaña del Rosario en Familia, repasa los misterios de cabo a rabo. Tampoco fallaron las películas infantiles –en especial por los cumpleaños de los nietos–, con la presencia de niños prodigio como Marisol o Pablito Calvo. El primer largo, el 26 de noviembre de 1952, fue una copia de La Cenicienta, «según la tarjeta de invitación, ‘facilitada por deseo expreso de Walt Disney para ser proyectada a Su Excelencia’». Y cuando los chicos fueron mayorcitos, el hombre encajó los golpes de cadera de Elvis Presley en Amor en Hawai (1961).

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«Franco era un hombre hermético –revela el mayordomo–. Nunca hacía comentarios durante las proyecciones. Apenas un ‘¡anda!’ o un ‘¡vaya!’». Las apoteósis emocionales que recuerda el fiel Cobos fueron: 1/ a finales de los 60, cuando apareció en pantalla una señora en biquini, Cristóbal Martínez Bordiú, hizo un comentario subido de tono y su suegro lo fulminó con la bayoneta de su mirada, y 2/ al ver el beso filetero de Sofía Loren y Charlton Heston en El Cid (1961).

En esta tesitura, resulta muy difícil saber si Franco era mitómano. Jugaba en una liga distinta a la de Stalin, Hitler y Musolini, documentados mujeriegos. Fuera porque perdió un testículo en África o porque estaba marcado por un complejo de Edipo, no miraba a las mujeres con el ojo rapaz del poderoso. El vaciado de Crusells, sin embargo, muestra que entre sus estrellas predilectas estaban Deborah Kerr (20 películas), Doris Day (18) y Elizabeth Taylor y Maureen O’Hara (17).

Y ahí lo dejamos. Que Crusells cuenta, con una dosis de humor negro, que la publicación del libro tiene algo de la maldición de Tutankamón. Caparrós falleció el 18 de marzo, y él sufrió un ictus el 6 de abril. Aunque el dictador nunca vio la película de Russel Mulcahy.