El accidentado reloj de la historia norteamericana volvió a pararse un 5 de junio de 1968. Aquella mañana, antes de que se conocieran los resultados de las primarias demócratas en California, Peter Edelman se despidió de Bobby Kennedy y puso rumbo a Washington para pasar una noche con su prometida y finalizar la declaración de la renta. La campaña estaba en la recta final y la nominación del senador por Nueva York había dejado de ser una quimera. Su oposición a la guerra de Vietnam, combinada con un mensaje de justicia social, resonaba entre los jóvenes y las minorías. California era ya suya cuando el ruido convulso del televisor despertó al director político de su campaña. «Eran las 3 de la mañana en Washington. Estábamos medio dormidos, pero muy pronto entendimos lo que había pasado. No hay palabras para describirlo. Fue absolutamente horrible», dice Edelman en una entrevista con este diario.

Hace unos días se ha cumplido medio siglo del asesinato de Robert Francis Kennedy cuando tenía 42 años, una tragedia que acabó con otro de los héroes de la América liberal en el año más turbulento de su historia moderna. Aquel 1968 fue el amargo funeral del idealismo que impregnó la década. Un continuo pandemonio en las calles, tomadas por las revueltas estudiantiles contra la guerra, las protestas campesinas de los chicanos de César Chávez o los disturbios raciales en los que ardieron un centenar de ciudades tras el asesinato de Martin Luther King dos meses antes. El republicano Richard Nixon azuzaba el miedo de la población blanca prometiendo ley y orden, como haría Donald Trump décadas después. Y Chicago se preparaba para vivir la Convención política más violenta y caótica que se recuerda.

Solo siete años después del asesinato del presidente Jack Kennedy, la más ilustre de las familias políticas del país perdía a otro de los suyos. Esta vez en Los Ángeles, minutos después de celebrar su victoria en las primarias con un discurso en el Hotel Ambassador. Bobby abogó por un cambio de dirección tras la atormentada presidencia del también demócrata Lyndon Johnson. Habló de abrir un diálogo «sobre lo que vamos a hacer en las áreas rurales de este país, lo que vamos a hacer para aquellos que siguen pasando hambre en EEUU, lo que vamos a hacer en el resto del mundo o si debemos continuar con las políticas fallidas en Vietnam», dijo Bobby en aquel último discurso. Poco después, tomó un atajo por el almacén de la cocina para dirigirse hacia una sala de prensa. Se detuvo a saludar a varios trabajadores y nunca salió de aquel pasillo. Un palestino de 24 años le pegó cuatro tiros e hirió a otras cinco personas, según la versión oficial. Una versión que, al igual que sucede con la de JFK, siguen disputando muchos estadounidenses, incluido uno de sus hijos.

A la sombra de su hermano

Bobby siempre había vivido a la sombra de su hermano. Primero como cerebro de sus campañas políticas y después como fiscal general en los casi tres años que duró su breve mandato. Muchos le recuerdan hoy como un icono intachable del progresismo, pero la suya fue una vida camaleónica en constante evolución. «Bobby representa la transformación más improbable de la historia moderna estadounidense», asegura Larry Tye, uno de sus más recientes biógrafos. «Empezó como un guerrero anticomunista de la guerra fría, claramente a la derecha del espectro político, como su padre y su mentor, Joseph McCarthy. Y acabó como el mayor icono liberal del último medio siglo en EEUU, alguien que sigue siendo un modelo para Barack Obama o Hillary Clinton».

Católico devoto, jurista de formación y corresponsal de prensa durante un par de años, Kennedy trabajó como consejero de McCarthy en el Congreso durante la «caza de brujas» contra comunistas y supuestos agentes soviéticos. Luego se entregó