Si hay que fiarse por el número de calles y plazas bautizadas con su nombre, o la cantidad de estaciones de metro homónimas, nadie diría que Rusia, o la Unión Soviética en su defecto, fue durante 70 años uno de los países punteros en la aplicación de las ideas de Karl Marx. A diferencia de lo que sucede con Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin -con miles de estatuas, monumentos conmemorativos y avenidas por todas las ciudades y pueblos de la federación-, el gran pensador del socialismo, considerado como el más influyente intelectual del milenio en una encuesta realizada en 1999 por la BBC, está prácticamente ausente de la iconografía y simbología rusa.

Tampoco es que lo fuera demasiado en tiempos pretéritos, cuando la URSS se había erigido como el gran referente alternativo del capitalismo, el sistema social que tanto combatió. Se sabe que Marx consideraba a la Rusia zarista como un país de carácter contrarrevolucionario y una amenaza para los incipientes movimientos socialistas.

Para llegar a tal conclusión, el pensador alemán recurría a los referentes históricos de que disponía. Rusia era el principal impulsor de la Santa Alianza, el pacto con Austria y Prusia que pretendía frenar la expansión del liberalismo y el secularismo en Europa tras la Revolución Francesa. En 1848, las tropas rusas habían ayudado al Imperio austríaco a sofocar una revuelta liberal nacionalista en Hungría, y en 1815, el país de los zares había contribuido decisivamente a la derrota a Napoleón, portador las ideas progresistas a Europa del este, como la abolición de la servidumbre.

Tampoco confiaba Marx en la capacidad de las fuerzas revolucionarias rusas para derrocar al régimen zarista. Al fin y al cabo, a mediados del siglo XIX, Rusia era un país atrasado, eminentemente agrícola, a donde la Revolución Industrial había llegado con mucho retraso y apenas estaba implantada. El proletariado se concentraba principalmente en las fábricas de San Petersburgo, la capital entonces, y en menor medida Moscú.

La ideología oficial de la extinta URSS era el marxismo-leninismo, es decir el pensamiento del filósofo prusiano combinado con los principios de Lenin formulados a principios del siglo XX. El padre de la revolución bolchevique consideraba que, dada la debilidad de la clase obrera en Rusia, para conseguir el triunfo los socialistas deberían hacer un pacto con el campesinado y elementos desencantados de la clase burguesa. Y ello obligaría en un principio al movimiento comunista a realizar concesiones y a moderar sus postulados.

La ausencia de Marx en la Rusia de Putin no es solo física. El Kremlin es epidérmicamente alérgico a conmemorar o impulsar cualquier efeméride que implique el derrocamiento, por un movimiento de masas, de un poder establecido, después del Euromaidán en Ucrania en el 2014, que propició la caída del Gobierno prorruso de Víktor Yanukóvich. La prueba es que, el pasado año, el centenario de la revolución comunista leninista pasó prácticamente desapercibido en Rusia, lejos de la pompa, el boato y la movilización social con el que se celebró, por ejemplo, hace medio siglo, en pleno apogeo soviético, el cincuentenario del 1917. No hubo ni desfiles militares, ni manifestaciones reivindicando los logros de la URSS. Por contra, una exposición en el Hermitage de San Petersburgo, el Palacio de Invierno zarista asaltado por los bolcheviques en octubre de aquel año, recordaba el cataclismo producido por la revolución comunista, que propició una sangrienta guerra civil y todo lo que vino después.

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