Bajo la Rambla y me paro, por la cuenta que me tiene, en el muy violado paso de peatones del Hornito donde veo conductores saltándoselo mientras se santiguan (que lo incívico no quita lo devoto); desde lo alto del pequeño pórtico me llama Pelín en una de sus poses habituales: «Angulo Sánchis» me dice el jodío volátil; «¿Y por qué te diriges a mí con los dos apellidos, ni que fuera árbitro de fútbol?»; «Para distinguirte, entre tanto devoto que asiste al Trecenario»; le sigo la conversación dado que los etéreos son muy sensibles a las contradicciones (que les llevemos la contraria quiero decir) y mientras Pelín se estira en una especie de solemnidad eulaliense me entretengo mirando los restos del templo que Vettila, mujer de Paculo, consagró a Marte y del que nuestros antepasados aprovecharon el mármol (entre ruinas) para reconstruirlo y consagrarlo (por los siglos de los siglos) a Eulalia, virgen y Mártir.

Es lo que tiene que el material esté bajo nuestros pies; siempre será mejor eso que llevárselo a la Mezquita de Córdoba. Este Paculo fue, tras el abuelo Augusto, el antecesor del alcalde Vélez y de ARO (aunque este no sabemos aún si pasará a la historia). Pelín gusta ponerse en lo alto del Hornito porque dice que, desde allí, se ven los cuatro puntos cardinales de Mérida y de los emeritenses (la Mártir tiene información privilegiada sobre todos nosotros); que allí, en el Hornito, a Eulalia le pasa como a las buenas perlas que con solo mirarla descubrimos sus muchas irisaciones; que allí, en el Hornito, los deseos de quienes no tenemos fuerzas ni fortuna se consuelan; que allí en el Hornito las penas se disuelven, no por encantamiento sino por Fe; allí en el Hornito nada es confuso ni desesperado pues la Mártir siempre acude a los buenos deseos y allí, en el Hornito, se rompe todo maleficio ante tiernos y dolorosos suspiros porque allí se alivian tristezas y malentendidos. Y todo ocurre allí, en el Hornito, sencillamente... Con gozo emeritense.