Como todos los 25 de octubre, el viernes pasado tiré de mi ejemplar de Enrique V de Shakespeare (traducción de José María Valverde, Planeta DeAgostini) para sentir la emoción de leer la arenga del rey inglés a su menguada tropa tras el pavor de su primo Westmoreland ante la que se le venía encima (batalla de Agincourt). El discurso habla de honor, algo rarito estos días, casi residual en la clase política, nunca casta e inmersa en deslealtades, traiciones y contradicciones.

Ante el desánimo, el rey prende la llama del destino honroso y la confianza en lo alto para alcanzar la gloria, dándoles ánimos porque ese día de San Crispín nunca se olvidará (hasta el fin del mundo), será día en que lucirán sus heridas con orgullo y en el que se les recordará con sonrisas, por valientes (a ver, a ver que rey mejora esto). Enrique V apela por sus nombres a quienes tiene al lado en batalla que se presagiaba trágica y resultó gloriosa para ellos y para Crispín, de rebote. Es tremenda la emoción del: «We few, we happy few, we band of brothers». «Nosotros pocos, nosotros pocos y felices, banda de hermanos... porque hermano mío es el que vierta hoy conmigo su sangre; por muy humilde que sea, esta jornada enaltecerá su alcurnia, y los caballeros ahora acostados en Inglaterra se considerarán malditos por no haber estado con nosotros, y se tendrán en poco cuando oigan hablar a alguno de los que combatieron con los nuestros en el día de San Crispín».

Y uno, que es de cofradía, entiende el valor de la hermandad, esos lazos que sobrepasan la amistad, refuerzan la camaradería y la unión ante la adversidad junto a la alegría para afrontar los retos de la vida y que encuentra, en estos conceptos nobles, un acicate para la lucha diaria, mirando a lo alto, donde está Crispín. Uno agradece que sus amigos le llamen hermano en las batallas de la vida, con o sin arengas.