Voy a adoptar un perro. Ya tiene nombre: ‘Pérez’. Tengo una lectora sensible, no quisiera señalar pero se llama Mamen, a quien no le gusta que cite a Pelín porque prefiere que de yo la cara y no le endose el muermo a un fantasma etéreo. Así que para citar tendré a Pérez porque, además, con mis hijos fuera del nido necesito alguien que me aguante siquiera por cariño.

De pequeños en la Papelera Santa Eulalia teníamos a Centella, cuya imagen castaña con marcas blancas aún conservo en un rincón de mi memoria. Centella era una perra zorrera de mirada profunda, aspecto majestuoso, cara limpia y nariz grande, tan grande que una vez metía la nariz por un agujero pronto se las ingeniaba para que le siguiera el cuerpo.

Centella vigilaba la Papelera con aires de libertad, convertía sus saltos en acrobacias, mis temores en esperanzas y mis tristezas en alegrías perrunas.

De vez en cuando mi mamá le echaba Zotal y el olor tan característico impregnaba el patio, además de señalar de un líquido lechoso por blanquecino el suelo. ¡Qué olor tan antiguo! Centella era meticulosa y sus menesteres naturales los ejercía en sitio fijo y con una visión inédita de la higiene. Era limpia. Creo que ahora para conseguir Zotal hay que tener más permisos que para entrar en Corea del Norte.

Yo entonces estaba delgado, pues me impregnaba del brío de Centella al acometer ratones, de su aliento ante las nubes, de su maña para entrar en casa y de su destreza entre las pacas de papel.

Ahora con Pérez conoceré a fondo mi barriada al tener que recorrerla tras de sí y, probablemente, si a un amigo mío detractor de perros y gatos (ver ‘La Picota’ en Televisión Extremeña) le regalaran uno bajaría su colesterol, mejoraría su ritmo cardiovascular junto a la presión arterial y el can asentiría en sus reflexiones metafísicas, pues los perros son muy agradecidos. Pero es que el perro tiene otra ventaja, cuando Mamen pregunte ya sabe la respuesta: «Me lo dijo Pérez».