Los olores que tenía Mérida se van perdiendo. Nos sofisticamos. Nos perfumamos. Antes, entrabas en Mérida por el ferrocarril y te llegaba el olor a carbonilla. A tren. A viajeros. A despedida.

Subías por la calle Cardero y te venía el tufo de los calamares fritos del bar Aragón. Continuabas por la calle Camilo José Cela, que debería llamarse Luisa Grajera, ya que donó el cine María Luisa, su obra y otras cosas más a Mérida, y no tiene su calle. De vergüenza. Entrabas en la calle Félix Valverde Lillo y ya olías los churros de Casa Benito. Un poco más abajo los morros y callos de la señora Manuela, madre de Micaela, que ha muerto hace unos días, dos cocineras únicas en el Bar Briz. Y el olor a vino de verdad en Casa Serafín.

Llegabas a la plaza de España y el olor se convertía en multitud para entrar en la plaza del Rastro y volver con los olores gastronómicos de Casa de la Tía Vita, con su arroz con liebre y unos guisos que te quitaban el sentido. La calle El Puente con las berengenas de Mariano, del bar Romano y el río. Olor a Guadiana. A bogas. Otra vez, para terminar los límites de la ciudad, los calamares fritos de Casa Mora.

Oler, lo que se llama oler, ya no se huele. Lo comentábamos miemtras nos servían unas copas a Luna, Cordero y Montalvo. Sólo nos queda el recuerdo y un apetito desmesurado de añoranzas.