Cuando los domingos salgo de misa me entretengo en la puerta de la iglesia mirando a la gente que sale, bajan los tres escaloncitos de mi parroquia (somos humildes hasta en escalinatas) y sin prisa empiezan a juntarse en grupitos heterogéneos que, al poco, charlan sin pausa sobre la homilía de Saladid, las aguas mil de abril o el Atleti, sobre lo divino y lo humano, es la vida misma la que pasa por esas fugaces tertulias en tono compadre.

Miro a los ojos a esa gente corriente, normal, mientras el serenísimo fray Antonio Herrera se desviste antes de enfilar juntos el caminito del Michel (otro ritual). Miro a sus ojos y hay un algo feliz en esos feligreses que salen de misa: quizás sea su mirada, la complicidad de quien comparte algo excelso (que no se sabe explicar ni definir) y un sentimiento de esperanza que conviven en ese cercano paisaje de mi barriada con el remozado templo de San José al fondo y sus vidrieras, ahora luminosas, reflejando el azul del cielo emeritense. No pretendo ponerme trascendente, o quizás sí, pero Dios anda por ahí, vivito y coleando, entre los grupitos de gente a la salida de misa de 12.30 horas.

Son las cosas extraordinarias de lo ordinario, ya decía Chesterton que lo extraordinario de los milagros es que suceden y que todo es posible para el que cree (aunque esto no era del buey británico), y estoy empezando a creer esta unión (si el corazón quiere sentir la mente te lo acaba mostrando). Ni esta gente ni yo --aunque a lo mejor el párroco sí-- hemos leído a Dostoyevski y, sin embargo, de alguna manera estamos entendiendo que el secreto de la existencia humana no consiste solo en vivir, sino en saber para qué se vive y, aquí a los pies de los escalones de la parroquia de San José, la gente está a gusto. Son las cosas que te gustan las que te hacen ser como eres. La fe, parecen decirme estos grupos, no es algo ajeno al margen de la vida, sino que produce frutos para la convivencia.

Esto está llegando a tal nivel que el otro sábado queríamos hacer una caldereta en mi cofradía y nos salió una romería, que ya es bien sabido que otro de los secretos de la convivencia parroquiana es la comida. El hecho de comer juntos rememora algo bíblico, como muestra de amistad y comunión entre las personas la imagen del banquete --mientras devoramos tranquilamente la vida-- es evangélica. Supone la reconciliación de la bondad de Jesús con las delicias terrenales, por eso debe ser que empecé hablando de la salida de misa y termino acordándome de las bodas de Caná, el banquete con Leví, los panes y los peces y los boquerones que dice Carlos González Méndez ofreció el Maestro a los apóstoles cuando bajaron de la barca. ¡Ah!, y a Dios pongo por testigo que no pasamos hambre.