La luz está encendida para ti, ponía en la entrada de la Iglesia lejana aludiendo a la luz que muestra que un confesionario está libre. Y es que en esta época donde muchos están todo el día conectados y “confiesan” sin rubor toda clase de cosas, algunos católicos parecen no querer confesarse para pedir perdón; como si no fuera posible reconocer que fallamos, olvidando que hay situaciones que se pueden resolver en la Confesión, donde se encuentra la paz del alma (y del cuerpo donde esta habita). Ante los fracasos para hacer el bien, tenemos el poder de vencer al pecado, el mayor mal para un cristiano, porque Dios nos da su gracia en la confesión y para Él nada hay imposible. Claro que, a lo mejor, ayudaría que los sacerdotes predicaran con el ejemplo.

De nada vale que los Papas, el último Francisco, se desgañiten recomendando la confesión y alabando con claridad argentina la sencilla, directa y concreta confesión de los niños. De nada vale que el Papa Francisco dé ejemplo siendo confesor y penitente, confesándose él y poniéndose en el confesionario; diciendo que lo hace todas las semanas; de nada vale si en las parroquias no se facilita la práctica de la confesión, si no hay cura es difícil decir los pecados al confesor y uno sigue inseguro e intranquilo en eso oxidado que se llama conciencia.

Es duro constatar que en esta cuestión muchos sacerdotes desoyen las enseñanzas del Papa, tanto que ni se recuerda la importancia de la penitencia, ¡para qué, si los primeros que no se confiesan son ellos!, que. además, justifican su inoperancia en esa teatral celebración comunitaria una vez al año.

Cuando el peligro viene de fuera, la Iglesia se fortalece, desde la sangre de los mártires hasta las persecuciones; el peligro es que desde dentro campen a sus anchas comportamientos que cuestionan el magisterio, eso sí que da miedo, eso sí que apaga la luz.