Después de todo el verano y parte del otoño calentando motores, mañana se producirá el tan esperado choque de trenes, con un referéndum decretado por el gobierno catalán y declarado ilegal por el gobierno central.

Si acabará como el 9-N del 2014 o como el rosario de la aurora, no se sabe aún, pero parece claro que la división de la sociedad catalana no hará sino ahondarse entre unionistas y separatistas.

Cada uno seguirá en sus demonizaciones, llamando el PP «totalitarios» a los independentistas, y estos «fascistas» a los que no secundan sus ideas.

Aunque cada vez haya más que dudan, sigo creyendo que el Estado de las autonomías (profetizado por los exiliados republicanos de la revista Las Españas) fue la mejor articulación posible para un país tan diverso como el nuestro: otra cosa ha sido la evolución del mismo.

Convergencia i Unió construyó una identidad catalana de espaldas al resto de España, esa Matrix que es Cataluña para muchos catalanes: creen vivir en un país distinto, aunque fuera nadie lo vea así y ningún país del mundo apoye su independencia. Por su parte, los gobiernos centrales, dominados por partidos nacionalistas-centralistas (el PP lo es en toda España, pero el nacionalismo español del PSOE andaluz se le acerca), se conformaban con dejar hacer en Cataluña, en lugar de integrar la cultura catalana como parte de la española.

Era un reto difícil, pero habría sido valiente intentarlo: detalles como que todo documento oficial estuviera en las cuatro lenguas del Estado (como los productos del Eroski), o que la lengua y literatura catalana se ofreciera en los institutos, como cualquier suizo puede aprender italiano o francés si vive en la dominante Suiza germanófona.

Resulta paradójico (o parajódico) que pueda estudiarse el catalán en Brno o Marburgo, pero no en Cáceres o Cádiz.

El desprecio, hijo de la ignorancia, ha sido mutuo. He oído a una profesora universitaria de geografía declarar que es absurdo publicar libros en catalán, y que nosotros deberíamos hacerlo en castúo.

Del otro lado, muchos catalanes hablan de «ir a España», a la que sin conocerla pintan como uniforme, cuando hay más diferencia entre Cantabria y Extremadura que, digamos, entre Murcia y Tarragona.

Hubo momentos de esperanza: en el 2006, cuando Zapatero apostó por un Estatuto de Cataluña refrendado por una gran mayoría de catalanes, a pesar de la oposición de Esquerra Republicana y Partido Popular, unidos contra una solución que diluía el independentismo. O las victorias de «la Roja» con Puyol, Xavi o Piqué, celebradas con euforia en Cataluña.

Luego vino la involución: la campaña del PP contra el Estatut, la conversión independentista de CiU, en una huida hacia delante para ocultar su corrupción y, al fin, de aquellos polvos vinieron estos lodos.