Durante los últimas días estamos asistiendo atónitos a cómo el gobierno de la Comunidad de Madrid, que de siempre ha abogado, al menos de boquilla, por un mayor centralismo, se declaraba en franca rebeldía frente al gobierno central, el de la España que tienen todo el tiempo en la boca, aunque esa España no incluye a todos, pues la derecha considera que, como en los locales de postín, pueden reservarse el «derecho de admisión» a lo que quieren que sea un club de privilegiados.

Después de aquel encuentro de Pedro Sánchez e Isabel Díaz Ayuso en la Puerta del Sol, con tanto boato y abundancia de banderas (como dijo la extremeña Cristina Almeida, parecía que era una cumbre entre las dos Coreas, y no lo que debería ser una mera reunión de trámite entre la autoridad del Estado y la de una región), se abrió una tregua que duró un par de días.

La derecha madrileña no tiene remedio, y vive encasillada en un frentismo que, desde otras partes de España, provoca perplejidad: están convencidos de que ellos lo harán siempre mejor que nadie, y que rectificar, cuando puede interpretarse que das la razón a la izquierda, es una humillación. Su argumento era que, si en Madrid han de tomarse medidas más estrictas, estas han de aplicarse en cualquier parte de España que tenga el mismo número de contagios. «Si me fastidio yo (por no decir otra cosa), ellos también». Una matraca que repetían desde el repeinado Pablo Montesinos (de tertuliano a político) a Martínez Almeida (de ariete anti-Carmena y pro-contaminación a supuesto moderado) con Díaz Ayuso por encima de todos. Una matraca que no tenía mucho sentido.

La misma presidenta había dicho que Madrid es el corazón de España, y lo es a efectos circulatorios, por lo que una enfermedad del corazón-Madrid no es tan grave como la de, digamos, una rodilla-Navarra. No siendo región limítrofe, muchos extremeños vamos con más frecuencia a Madrid que a Mérida.

Resulta llamativo que, en esta situación de crisis, la región que esté dando problemas no sea Cataluña, sino Madrid. Desde el extranjero deben alucinar, pues sería impensable que la región parisina, Londres o Varsovia, se opusiera al gobierno central diciendo que han de tratarlos igual que a la Provenza, Gales o Cracovia. Pero en Madrid, la derecha, desde Esperanza Aguirre, aspira a ser una quinta columna que incordie al Estado cuando gobierna la izquierda.

Lo que está haciendo Díaz Ayuso, mientras las UCI se van llenando, es un abuso de poder que espera que le aplaudan sus hooligans desde las gradas de Núñez de Balboa o la Calle de Serrano, a los que no confinaría aunque estuvieran todos contagiados. Al fin y al cabo, la libertad que defiende es la de la movilidad de capitales y de ricos, y no pocos se reafirmarán en su sentimiento de superioridad clasista, que les permite poder moverse mientras encierran a los pobres.

Esa mentalidad ya antigua, que Agustín de Foxá, aristócrata falangista, exponía en Madrid, de Corte a cheka: «La multitud invadía Madrid. Era una masa gris, sucia, gesticulante. Subían como lobos de los arrabales, de las casuchas de hojalata en el borde corrompido del Manzanares. Mujerzuelas de Lavapiés y de Vallecas, obreros de Cuatro Caminos, estudiantes y burgueses insensatos». Foxá estaría encantado con esta derecha madrileña, la misma que ahora, a propuesta de Vox (el mundo al revés, los nostálgicos de los verdugos llamando «asesinos» a las que fueron víctimas) y con el apoyo de Ciudadanos, retira estatuas y calles a Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero, socialistas que murieron en el exilio (el segundo tras sufrir, con casi ochenta años, y sobrevivir, a los campos de concentración de los nazis, amiguitos de Franco), insultando de ese modo no solo a los demócratas, sino a la inteligencia.

*Escritor.