Debo reconocerles que me fascinan los abrazos. No hay nada más universal que uno bien dado. Y nada más desastroso que otro a medias tintas y flojo. El abrazo es una declaración de amor verdadero o falso. Puede llevar pasión y energía en las manos; también un cuchillo escondido o una bolsa de piedras que colgar a la espalda del enemigo. Las historias alegres y tristes de este loco mundo están llenas de abrazos. Da igual de dónde vengas. Un primer contacto cuerpo a cuerpo te puede salvar cuando eres un desconocido o crear un muro más grande que el que quiere construir Trump en la frontera con México.

Viene a cuento esta reflexión por lo comentado en la escena del reciente acuerdo PSOE-Unidas Podemos para que este país tenga por fin un Gobierno. Da igual si firmaron papeles Sánchez e Iglesias, como ya lo habían hecho otra vez. En esta ocasión la gran novedad fue el abrazo. Duró unos segundos, pero pareció una vida. Nunca se vio a dos líderes tan cerca. Mi duda fue saber a cuántas pulsaciones latieron sus corazones en ese momentazo digno de pasar a los libros de historia española que estudiará mi hija en el futuro. Solo faltó una confesión al oido de cualquiera de ellos. Hubiera sido ya del todo inolvidable.

A veces no nos damos cuenta de que el valor de lo simbólico vale mucho más que las palabras. Y en esos los abrazos tienen un protagonismo estrella. Da lo mismo cuanto hablemos si no lo refrendamos con la comunicación física. Ocurre en ocasiones que las relaciones fracasan si los interesados no alcanzan la necesaria cercanía. Otras la empatía se dispara entre quienes saben romper el hielo con el primer acercamiento. ¿Cuándo fue la última vez que le dieron un abrazo a su compañero de trabajo? Por eso a Iglesias y Sánchez les espera un gran futuro si continúan abrazándose todos los lunes cuando coincidan en los despachos de Moncloa. Si dejan de hacerlo, el fracaso estará asegurado.

* Periodista