Ayer fue Acción de Gracias, esa festividad que aglutina a muchos en torno a un despliegue culinario presidido por un pavo, toca pensar, como lo hacen tantos americanos, en las circunstancias materiales o no por las que estamos agradecidos -tener una casa o una familia- y expresarlas en voz alta. Este ritual, en principio noble y bienintencionado, se suele exigir prácticamente todos los días a los inmigrantes, quienes debemos dar las gracias continuamente por que nos hayan acogido en estas tierras. «I’mthankful» -repiten muchos, conformes o socialmente incitados a ello--. Lo que no queda tan claro en ese acto de aparente humildad es que el hecho de residir aquí y dar gracias conlleva una transacción a menudo perversa: la residencia en Estados Unidos, legal o no, de nuestros cuerpos extranjeros ha de pagarse con el silencio y, cuando ese contrato se quiebra con cualquier acto de denuncia -al quejarnos, por ejemplo, de la falta de sanidad pública o de los 369 tiroteos masivos que llevamos en este año 2019-, una queda expuesta a la crítica más feroz. Esa crítica (¡ah! cómo osas cuestionar el suelo que pisas) lo que en el fondo quiere decir es: si has violado tu parte del acuerdo, el silencio, nosotros tenemos el derecho de anular la contraparte, tu estancia aquí, así que debes irte. He aquí que el agradecimiento es parte de una estrategia de control del discurso de la que participan a partes iguales muchos estadounidenses, pero también españoles o de otras nacionalidades, gente que me ha llegado a decir, básicamente: si no te gusta ese país, lárgate.

El agradecimiento tiene muchas vertientes, pero generalmente se concentra en una: el trabajo. Ya que una no puede estar agradecida por los servicios públicos que no existen, deberá hacerlo por el elemento que permite que puedas comprarlos: el estar empleado a veces da acceso a sanidad privada, a un plan de pensiones, etc., además de proporcionar el dinero necesario para comprar bienes básicos o superfluos. Así, la capacidad crítica del inmigrante queda completamente anulada si es capaz de desempeñarse en algún oficio; hablar del racismo institucionalizado, de los miles de mendigos que pueblan las calles en su vertiente más deshumanizada -no sólo carentes de hogar, sino de atención médica-, o de la falta de derechos básicos como la baja parental, se prohíbe desde las esferas que aceptan ese contrato invisible como legítimo, y se hace mucho más si el inmigrante tiene un sueldo. Como mucho, la crítica se podrá ejercer hacia el país de origen. El sueldo no se concibe como un pago por las horas dedicadas a una labor específica, sino como un privilegio que debe ser correspondido con la adoración a la nación que provee el mercado laboral. La lógica aplastante que de aquí se deriva es la siguiente: no sólo que el salario aniquila la libertad de expresión, sino que también mata la empatía, es decir, la capacidad de preocuparse e identificarse con otros que no han corrido la misma suerte. Como afirma Judith Butler: «en la moralidad neoliberal únicamente somos responsables de nosotros mismos, no de los demás, y esta responsabilidad consiste antes que nada en ser autosuficientes económicamente». Yo lo soy, y eso, según dicha moralidad, me impediría protestar por lo que le ocurra al vecino.

A lo largo de los años me he enfrentado a ese individualismo recalcitrante que invalida cualquier ejercicio de solidaridad o acción política colectiva, y esos enfrentamientos se han producido incluso con otros inmigrantes que expresan su connivencia con el contrato de silencio. También lo he hecho con colectivos pro-inmigración que, si bien alaban la capacidad de innovación de los extranjeros como motor económico -casi la mitad de las empresas más poderosas del país, las que forman el Fortune 500, fueron fundadas por inmigrantes o sus hijos-, no aceptan que sus ideas cuestionen precisamente las desigualdades que la economía crea. Elogiar la autosuficiencia económica es tan injusto como incoherente porque, siguiendo a Butler, el sistema limita esa autonomía o, dicho de otro modo, no provee las oportunidades necesarias para que todo el mundo acceda a ella.

Si estar agradecida supone la ceguera más aberrante frente al dolor de los demás, vale más no estarlo, que Acción de Gracias se convierta en Acción ante las desgracias, propias y, sobre todo, ajenas.

*Escritora.