La política debería ser la ciencia para la organización y convivencia de las sociedades humanas, teniendo como fin primordial la búsqueda del bien común. Sin embargo, las más de las veces es utilizada sin escrúpulos para conseguir el poder y los privilegios que de él se derivan cuando esta se ejerce de forma interesada, torticera y corrupta. Y, precisamente, para nuestra desventura, esta última es la forma de hacer política en nuestro país en estos aciagos momentos.

El panorama no puede ser más desolador. Por un lado, ahí tenemos a una Cataluña ingobernable y a la deriva, vapuleada por vientos nacionalistas anacrónicos y excluyentes.

Por otro, una oposición tacticista, sonámbula, desunida y sin altura de miras, más preocupada por las encuestas que por los problemas reales de la gente y del país.

Y qué decir sin avergonzarse del partido en el Gobierno. Sin duda, el más corrupto de la historia democrática de España y que, incomprensiblemente, aún sigue gobernando apuntalado con los votos interesados del PNV y sostenido por el partido de la máscara, Ciudadanos, que, por un lado, pesca en todos los caladeros ideológicos abanderando la regeneración política y el patriotismo y, por otro, no hace ascos a la hora de sustentar a un Gobierno perteneciente a un partido hediondo y deslegitimado por una corrupción continuada y con tintes mafiosos.