Desde nuestra más tierna infancia, los seres humanos vamos asimilando, paulatinamente, que cada acto que realizamos tiene unas consecuencias. Aprendemos que, si metemos los dedos en un enchufe, podemos sufrir una descarga eléctrica; que, si nos cruzamos delante de un coche, podemos ser víctimas de un atropello; o que, si nos acercamos, en exceso, al fuego, es probable que padezcamos quemaduras. Al mismo tiempo, vamos adquiriendo conciencia de que no somos entes aislados, sino seres sociales, y que debemos respetar a nuestros semejantes para poder coexistir de manera pacífica y cordial.

Pero, en el transcurso de la vida, vamos dándonos cuenta, también, de que hay personas que obvian estas enseñanzas, y que trasgreden los límites de lo socialmente correcto y lo moralmente aceptable.

Algunas de esas personas sufren enfermedades, que les llevan a actuar de manera irresponsable, dañina o peligrosa para sí mismas o para los demás. Pero hay otras muchas personas que simplemente son malvadas, y que no tienen límites morales que les impidan destrozar, o aniquilar, la vida de cualquiera que se cruce en sus caminos. Los poderes públicos tienen el deber de velar por la seguridad ciudadana. Y, para ello, es más que necesaria la retirada de circulación de determinados sujetos que son, objetivamente, peligrosos para la sociedad. A tal efecto, se promulgó una reforma del Código Penal que permitía la prisión permanente revisable. Porque todos los estudios dicen que monstruos como los asesinos, los violadores, o los terroristas, son difícilmente rehabilitables. Porque nadie va a devolverle la vida a las víctimas. Porque las familiares merecen que se haga justicia. Porque una sociedad no puede ser libre mientras que los desalmados propagan la muerte y el dolor. Y porque los actos han de tener sus consecuencias, aunque la progresía pretenda convencernos, con su buenismo lerdo, de que la reinserción siempre es posible.

Por todo ello, ayer igual que hoy, yo digo sí a la prisión permanente.