Aunque para despedirle en los telediarios de la mayoría de las cadenas de televisión se referían a él con el nombre de Sin, como siempre hicieron durante muchos años con el fenómeno irlandés de la bicicleta Sean Kelly, los que conocíamos el verdadero origen de su nombre le llamábamos Shon Connery, a pesar de saber que, en realidad, su nombre era Bond, James Bond.

Estaba ya retirado de sus actividades propias de agente secreto, el mejor que tuvo jamás la Corona británica, y eso que nunca contó con las armas de defensa tan sofisticadas con las que contaron todos los agentes a los que precedió. Ya quisiera él haber contado con los vehículos, sobre todo, con los que conducían Pierce Brosnan o Daniel Craig mientras actuaban como agentes. Magníficos coches que tampoco pudieron tener y disfrutar el primer James Bond, encarnado por el actor Barry Nelson en 1954, ni David Niven en 1967, ni incluso George Lazenby en 1969, ni siquiera Roger Moore, que interpretó al famoso personaje desde 1973 a 1985. Las armas y los autos modernos les correspondían en el tiempo a Timothy Dalton, que interpretó a Bond en 1987, a Pierce Brosnan en 1995 hasta 2002, año en que cogió el relevo Daniel Craig hasta hoy.

Es verdad que todos han dejado su huella por sus diferentes interpretaciones en la encarnación de tan fascinante personaje, creado en 1954 por Ian Fleming, pero si alguien, por aquellos años 60, dejó un recuerdo imborrable y una muestra de absoluta elegancia al servicio de la Corona Británica, ése, sin lugar a dudas, fue Sean Connery. Una simple pistola, un reloj que, además de brújula servía para comunicarse con la central en Londres, con un mecanismo en la corona que, al pulsarla dos veces, liberaba cuatro pequeños receptáculos que contenían el veneno más potente para repartir, si se necesitaba, entre sus enemigos.

Sin olvidar aquellos zapatos negros brillantes que, con un rápido movimiento hacia el exterior, hacía desplegar en la misma puntera sendos afiladísimos cuchillos que convertían en mortal cualquier patada que dispensara Bond entre la ingente cantidad de malísimos que hacían todo lo posible para que no consiguiera nuestro agente secreto cumplir su misión, también secreta.

Supongo que antes de decirnos adiós, habrá pensado más de una vez, a lo largo de todo este año 2020, y echando de menos sus grandes dotes de avispado e intuitivo investigador, el gran caso que le pudiera haber sido encargado de nuevo por la Corona británica, sobre la creación de un nuevo virus supercontagioso y letal para la humanidad que ha sido liberado del laboratorio de manera fortuita o no. Ésa sería la doble misión, su última gran misión como agente secreto. Averiguar si la fuga del virus ha sido preparada conscientemente como una terrible arma bacteriológica por algún loco o por un verdadero y secreto interés comercial. Sin duda alguna, esta vez, además de espías rusos y americanos, entrarían en escena espías chinos porque, según informaciones filtradas al Servicio Secreto de Inteligencia Británico Mi6, parece ser que fue en China donde el virus fugado comenzó a hacer tropelías de las suyas. No me cabe la menor duda que nuestro infalible James Bond habría descubierto todo el asunto.

Era tan buen agente secreto que, cuando físicamente sus fuerzas le impedían perseguir a la carrera a sus enemigos, fue contratado para investigar los crímenes que se cometían en una Abadía benedictina situada en el norte de Italia. Y como no podía ser de otra manera, Sean Connery averiguó enseguida que el responsable de las misteriosas muertes era el fraile que se postulaba como el enemigo de la comedia, de la risa, de la alegría. Casi perece en el gran incendio que se originó en aquella abadía, pero logró zafarse de él. La verdad es que yo siempre supe que salía de aquello, porque además de ser un intocable, el verdadero James Bond nunca muere.

*Profesor