Desgraciadamente los niños de hoy en día no pueden disfrutar ya de ciertos entretenimientos veraniegos como el que suponía montar en el trillo o revolcarse entre la paja que la era de Doña Máxima -hoy base del helicóptero de lucha contra el fuego- nos regalaba año tras año. Una metamorfosis irreversible se ha apoderado del medio rural que agosto sufre de manera especial.

Este mes es por excelencia el más lúdico y festivo de los que componen el calendario anual. Extremadura y sus pueblos se visten de gala para convocar a propios y extraños en torno a una figura, generalmente con nombre de santo o santa, que supone la excusa perfecta para la euforia y el fervor, especialmente impregnados de jolgorio y borrachera, ya que del fervor -entendido como algo religioso- ya va quedando poco, y si Dios no lo remedia es posible que hasta los nombres de los santos patronos desaparezcan de las cabeceras de los carteles y programas que cada año salen a la calle.

No faltan en nuestras celebraciones populares los encierros, las verbenas, las atracciones de feria, los botellones, las comilonas, y toda esa gama de espectáculos que año tras año se van sumando a lo tradicional, lo de toda la vida, tanto, que en algunos casos, la excesiva introducción de elementos foráneos han provocado una muerte súbita -sin posibilidad de reanimación- de elementos únicos y originales. No importa que las costumbres más ancestrales queden relegadas a permanecer inmortalizadas en algún museo, en algún archivo o en algún documento audiovisual. Qué más da que nuestro acervo tradicional más genuino sea torturado por las generaciones herederas de aquellas que quisieron transmitirlo y mantenerlo como un símbolo de identidad. Algo está cambiando en esta forma de vivir y disfrutar de nuestros festejos populares y si no ponemos remedio, lo cual va a ser muy difícil, en pocos años nuestras fiestas serán muy diferentes a las de hoy. felipe.sanchez.barba@extremadura.es

*Técnico en Desarrollo Rural