Llega agosto a nuestros cuerpos con el biquini encima y un olor a salitre y olas en la piel. Llega también a nuestras almas que --por un mes-- dormitarán la siesta. Siempre se ha dicho de las ciudades que se desvanecen en agosto. Los ciudadanos salen en busca de frescor a otros lugares o quedan tras los muros de sus casas, las persianas vencidas y en penumbra, callados, inmóviles al lado del botijo o el esplit mientras la ciudad languidece moribunda al sol. En realidad, Badajoz en verano es cuando más se parece a sí misma porque recupera su esencia de ciudad calurosa que amanece cuando anochece el día en veladores. Hay gente que despotrica de este tiempo muerto y silencioso porque --dicen-- es una vergüenza ese largo descanso que tachan de descuido irresponsable, aunque suelen hacerlo desde un chiringuito de playa. A mí me gusta, en cambio y no me importa nada que los presidentes y los políticos y las familias reales y la muchedumbre entera que les sostiene se vayan por ahí a hacer posados, pero dejándonos en paz. Agradezco también que callen los tribunales, esos entes que reparten una justicia tan poco justa a veces que ni merece llamarse de ese modo. Ya nos machacan todos suficientemente las otras once doceavas partes del año en que tenemos que mantenernos alerta, bien despiertos, para evitar los timos con que nos suelen obsequiar, por cierto, cada vez más burdos. Llega el tiempo de disfrutar a la sombra sin que nadie nos pille desprevenidos. Así lo haré. Lo haré sin cambiar el ritmo. Permanezco en casa y en el mismo lugar de trabajo. Me quedo. Recuperando el hilo del pensamiento sin ruido de fondo, sin estridencias, contaminaciones ajenas ni paseo marítimo. Buscando a la ciudad tranquila por algún velador. Escuchando conversaciones ajenas que hablarán del viaje, de los niños, del bronceado. Olvidaré la media luz y el medio gas que nos trajo la crisis. Y esperaré, sin prisa, a que septiembre abra las puertas de la política, de los tribunales, de los desengaños. lrsabater@telefonica.net