Esa película tan larga que ves en dos o tres tandas; esos libros sin abrir que se agolpan en tu mesita de noche, por no hablar de los que has dejado sin escribir; ese gimnasio al que apenas vas; esas fraternales salidas nocturnas con los amigos que ahora son noches de urgencia en el hospital.

Reuniones en el colegio, clases de estimulación temprana, citas médicas, noches en vela y exigentes jornadas laborales.

Ser padre no te da tregua: eres padre todos los días del año, todas las horas del día, eres padre incluso cuando duermes. Y la sensación de que un camión te ha arrollado no desaparece nunca.

Y no puedes quejarte, porque sabes que tus hijos son lo mejor que te ha pasado. Así pues, ¿qué más da si te miras en el espejo y ya no te reconoces? ¿Qué más da si anhelas el silencio, los paseos tranquilos, las lecturas interminables o los desayunos amorales de las doce de la mañana?

Ahora has de instalarte en modo padre y tirar de épica y de discursos bienintencionados para evitar que sepan que a veces estás a punto de arrojar la toalla, que desearías darte por vencido y escaparte con Telma y Louise o, en su defecto, sentarte en un banco del parque durante largas jornadas sin otra cosa que hacer que observar la vida. Pero ya no puedes observar la vida, como antaño, porque es la vida quien te observa a ti, te fiscaliza, te exige más que nunca. Ella marca las pautas y tú obedeces.

Ahora que somos padres, lo mejor es callar para no escuchar reproches, palabras de ánimo o consejos. Ya eres mayorcito -demasiado; ese es el problema- y no necesitas que nadie te explique lo que ya sabes. Sabes que no eres un padre coraje que sube montañas con sus hijos a cuesta. Lo único que haces es resistir, como ya hicieron tus padres durante tu crianza.

Ya lo dice el refrán: «Gobierna tu casa y sabrás cuánto cuesta la leña y el arroz; cría a tus hijos y sabrás cuánto debes a tus padres».

*Escritor.