XCxada ciudad tiene sus propios emblemas. Uno de los más conocidos de la mía, al menos en lo que se refiere a la época contemporánea, es el Hotel Alfonso VIII. O el Alfonso, a secas. Así le llamaba mi abuela Feli. Y en Plasencia, ni era ni es la única.

El domingo pasado, mientras paseaba por el campo, al lado del renovado milagro de los primeros cerezos en flor, se me vino a la cabeza este contrapunto urbano: me acordé del hotel. A medida que avanzaba por el sendero de tierra, fui repasando mentalmente lo que ese lugar significaba para mí, que era tanto como preguntarme qué porción de memoria ocupaba en mi cabeza. Y no era, no es, poca. Hechos trascendentes de mi vida han sucedido ahí. Digo "trascendentes" a sabiendas de que la existencia de uno es del montón, como la de casi todos.

En sus salones, por ejemplo, celebramos mi mujer y yo nuestro banquete de boda. Y en su suite nupcial, famosa por las desmesuradas proporciones de su cama, pasamos nuestra primera noche de recién casados y eso, hace más de veinte años, era todavía algo. De aquella época conservo el recuerdo de una cena con periodistas locales, para conmemorar a su patrón. No se me olvida porque yo era un crío y malamente se podría decir que ejercía ese oficio desde las humildes páginas de El Regional.

En su cafetería conocí hace muchos años a Pedro de Lorenzo, quien al escuchar mi nombre me aseguró, por aquello de la aliteración, que sólo con eso tenía media carrera de escritor lograda. En el salón Santa Bárbara , un espacio ganado a la azotea, se presentó el número de El Urogallo dedicado a la cultura extremeña, una revista que antes de que naciera ya me había imaginado gracias a la visión clara y distinta que de ella me daba su fundador, José Antonio Gabriel y Galán, cuando paseábamos algunos sábados por la tarde por las calles desiertas del centro de nuestra ciudad natal. Y pues que de literatura hablamos, en el Alfonso se han alojado no pocos escritores (y artistas y toreros). Además de los mencionados, los que acudieron al VII Congreso de la AEEX, pongo por caso, y los que, desde el 97, van pasando por el Aula que lleva el nombre del recién citado autor de Muchos años después.

Allí se viene festejando también otro sarao cultural: el del Salón de Otoño. No en vano su propietario es la Caja de Extremadura que, cuando se apellidaba "de Plasencia", fundó el salón y levantó el hotel al que aludo.

En lo personal, por volver atrás, no olvido tampoco la comida familiar con motivo del 90 cumpleaños de mi otra abuela, Fausta. O una de las últimas veces que vi a mi padre con el ánimo intacto y bastante buena salud, en una conferencia organizada por el CIT.

Los hoteles, ya se sabe, siempre han gozado de justa fama literaria. Uno, que no es el viajero cosmopolita Paul Morand, alojó allí, bajo la denominación de Hotel España, al protagonista de su única novela, convirtiendo sus cuartos y dependencias, así como al personal que allí trabaja, en personajes de la trama.

Le acaban de remozar. Luce, a falta de los últimos retoques (que le llevarán al exclusivo cielo de las cuatro estrellas ), un aspecto distinto. El restaurante es una caja de madera en medio de un bar que conserva una barra tan elegante, por lo menos, como la antigua. En uno de sus nuevos comedores nos hemos reunido hace unos días para celebrar los primeros 50 años de casados de mis suegros.

Es difícil, concluí, al tiempo que terminaba mi paseo dominical, prescindir del Alfonso sin cortar una parte sustancial de mi propia memoria. Con emblemas como ése, presentes en la memoria colectiva de mis paisanos, se hace al fin y al cabo una ciudad.

*Escritor