TSti hay algo de lo que puedo presumir es de tener unos amigos cultos y profundos. Con ellos es imposible hablar de temas banales, ya ves, con lo que a mí me gusta lo insustancial. Y no será porque no lo intento, que lo hago, pero no hay manera, el resultado es siempre fatal. Si digo que quiero irme de puente a Estambul, terminamos hablando del Imperio Otomano y de Solimán el Magnífico en vez de sobre los trucos para regatear con éxito en el Gran Bazar.

Si se me ocurre comentar lo altas y delgadas que son las modelos de la Madrid Fashion Week, la conversación gira bruscamente sin saber por qué y me encuentro inmersa en una tertulia vehemente sobre la influencia de El Greco en las figuras alargadas de Picasso en su etapa azul. Si les digo que acabo de echar La Primitiva, me alertan de los peligros del hedonismo y si opino sobre lo mona que era la camisa lila que llevaba puesta mi profesora de portugués, caemos sin salvación en los usos del infinitivo pessoal, tan luso e inescrutable él.

Cualquier cosa les suscita un discurso hondo e intenso. Y así pasamos horas y horas charlando sin descanso y sin posibilidad alguna de intercalar un tema algo más ligero: la efectividad de la dieta de la alcachofa, el nuevo reality de la televisión, las fantásticas habilidades de mi perro o mis avances en el Candy Crush, por poner algún ejemplo. Me gustaría convencer a mis amigos de lo saludable que es comerse una ensalada después de tanta fabada intelectual. Pero me temo que se va a desencadenar un debate sobre el dislate de cultivar vegetales transgénicos. Así que, mejor me callo.