Estaba yo en el bar cuando sucedió que la tele me partió el corazón. A veces pasan estas cosas. Pero ahora más, y más a menudo. Y la magdalena se bebió de un trago el café. Este tren de hollín nos atropella a todos. La tele, en la imagen deformada del callejón del gato, nos devuelve una España, unos españoles, partidos en dos, como sus propias familias, como sus propios corazones. No se trata ni siquiera de saber si los hay (si los hubo) buenos o malos. Y yo cavilando sobre lo frágil que puede a ser algo tan sagrado como la paz. Vivir en paz cada mañana, entre mi desayuno y el tuyo, en esta vieja piel de toro. Abominar de la guerra.

Porque aquí hubo una guerra. Eso fue antes. Antes de casi todo. De aquella guerra apenas quedan ojos que la vieran. ¿Por qué entonces desenterrarla? ¿Para mejor ofendernos? ¿Para dar amparo a nuestras miserias, a nuestros desvaríos,... a nuestra inmensa ceguera? Y todo ello con desprecio de los muertos; los propios y los ajenos. Presentes y futuros. Una guerra desenterrada a conveniencia.

Antes hubo otras guerras, pero están enterradas. Son guerras ya sin metralla. Guerras a las que volver sin sangre. Sin cuentas pendientes. Sin revanchas. Guerras donde ya reina la paz. Pero, la guerra a la que me refiero, respira. Se ofende con ella en los labios. La encendemos como quien enciende una promesa de más guerra.

El presente podría haber sido de otra manera. De hecho era ya de otra manera. Aquí hubo un abrazo. Hubo un alto el fuego para los restos. pero se nos quebró la paz. Y no, no la quebraron los que pelearon en aquella guerra; ellos supieron abrir un tiempo nuevo (fuera cual fuera su trinchera). La quebraron los hijos de sus hijos. Impunemente. Al menos, de momento. Todo tiene un precio. También desenterrar a los muertos. Los odios desenterrados. Los nuestros y los vuestros. Odios alzados sobre la paz de nuestros padres. También.

Al cabo de tantos años, culpables todos en mayor o menor grado, hemos vuelto a mirarnos a cara de perro. Como en aquella primavera del 36. España partida en dos. Como entonces. Españoles sin verdades compartidas. Sin medias tintas. Al encontronazo. A trabucazos. En los escaños de las cortes y en las barras de los bares hemos desenterrado lo peor de nosotros mismos. Hemos dejado de creer en que una tarea común es posible. Se nos ha ido el oremus como en nuestros días más aciagos. Y es que las guerras, como las galernas, se despiertan sin anunciarse.

Y porque aquí hubo una guerra deberíamos procurar que no se repita. La caldera aguanta ciertas presiones. No más. Eso deberíamos saberlo todos, pero, en ocasiones, en este tiempo presente, parecemos sordos a las voces de nuestros muertos. No es cuestión de opinión. España no puede morir. España nos está urgiendo a ganar «una brecha de serena atención entre la saña de un lado y la antipatía del otro». A pensar dos veces antes de disparar. En los escaños del congreso y en las barras del bares. Sin renuncia a la libertad de opinar, sin renuncia al decoro de cumplir con el deber (y con los juramentos), pero en entregados al servicio de la paz. Llevamos más de cuarenta años en la concordia que libremente fuimos capaces de darnos a nosotros mismos. A estas alturas estamos enmendando aquel pacto entre españoles. Puede que entonces estuvieran vivos los que sufrieron la guerra para abominar de ella. Hoy ya no. En esta hora crítica en que parece resquebrajarse gravemente la unidad entre las tierras y los hombres de España es más necesario que nunca escuchar las voces sensatas de nuestros mejores.

Se me ha quitado el hambre. La magdalena ha naufragado en la taza del café. Borracha. Y mirándola pienso en que todos los sacrificios son pocos. Por nuestros hijos. Por entregarles una España en paz (y en pie).