Cuando me llega la noticia de que un cuadro de un determinado pintor célebre vivo se ha vendido por una cantidad exagerada --el más caro hasta la fecha es la pintura de Lucian Freud , ´Benefits Supervisor Sleeping´, por 33,6 millones de dólares- se me contrae la hechura del entendimiento. ¿Quién pagará tanto dinero y por qué? Mi primera pregunta es fácil de contestar: algún rico caprichoso o algún coleccionista rico. Pero a mi segunda pregunta nadie sabrá darme una respuesta lógica y convincente. Quizá porque en el arte no existe la lógica. El caso es que a ese pintor célebre tan cotizado se le pagará un dineral por metro cuadrado de lienzo pintado. Quizá esta reflexión les parezca en cierto modo liviana, pero créanme si les digo que los artistas caen en una dinámica creativa muy prolífica cuando encuentran un lenguaje personalizado con el que expresarse. No, nunca entenderé esas ventas de arte a precios tan disparatados. Puede que se deba a que el mundo en sí es un descomunal disparate, una bola de agua y tierra por la que pululan millones de locos muñequitos que se comportan de forma extraña.

En realidad el arte no se deja entender, por eso cuando un amigo solicita mi parecer sobre una obra o tipo de arte determinado, doy mi opinión anteponiendo que en el arte no existe una medida de calidad exacta y por lo tanto cada cual lo interpreta conforme a su personalidad --forma de ver la vida-- y circunstancias --manera de vivirla--. Cierto es que a la hora de analizar un cuadro debemos regirnos por reglas naturales: forma, luz, color, espacio, tiempo, ritmo, equilibrio, originalidad, innovación, cronología, etc; y que existen obras que delatan con claridad el desacierto del autor. Por lo demás, podemos hablar de arte y parte: de una obra de arte y de aquellos que toman parte en su valoración. De ellos depende su destino. Un jurado de un premio de pintura puede rechazar una obra que resulte ganadora en otro certamen similar. Así pues, arte y parte hay que ponerlos aparte.