Este miércoles comenzamos en el Ateneo de Cáceres un nuevo seminario abierto de filosofía, esta vez dedicado a las relaciones entre la política y el arte. Suele pensarse que el poder se sirve del arte -casi siempre en connivencia con la religión- para generar conformidad y obediencia. Es difícil no reconocer la potestad y autoridad de un cacique, un monarca o un presidente cuando se nos presenta investido de un fastuoso traje ceremonial, pintado a lomos de un encabritado corcel, o -como el recién elegido presidente de Ucrania- protagonizando su propia serie televisiva. Toda la parafernalia del poder -sea antigua o moderna- tiene una clara naturaleza estética o artística -del mismo modo que todo lo artístico germina, directa o indirectamente, a la sombra del poder-.

Cierto que el arte posee también una función crítica, pero esta suele ser igualmente aprovechada como parte de la estrategia de sometimiento. Así, junto a las majestuosas representaciones estético-religiosas del poder (templos, pirámides, ritos de entronización, desfiles, discursos) -y a las que tanto deben las distintas artes-, concurren las expresiones bufonescas de desavenencia y «desorden» (la sátira, el teatro cómico, los géneros carnavalescos, la literatura social, el grafiti, el subversivo arte «de vanguardia»), pero el fin de estas últimas no es más que una ruptura ficticia y catártica con lo establecido, y, tras ella, la regeneración del deseo de conformidad.

El arte resulta, así, un dispositivo doblemente eficaz de dominación: produce la ilusión de poder del Poder y, del otro lado, la ilusión de poder vencerlo y librarse de él. Y hoy, aun con notables diferencias, desempeña la misma función que hace siglos.

La primera diferencia -al menos en Occidente- es la ruptura del vínculo con la religión. El proceso de secularización moderno roba al poder y al arte aquella sacralidad que aureolaba y multiplicaba sus efectos de seducción. Sin la alianza con la Iglesia, el Estado va a tener que recurrir a la coacción policial (el control de la población) y el chantaje económico (la gestión del «bienestar») para lograr niveles parecidos de obediencia. Y, en el capítulo estético, a un arte profano y banal que es el que proporcionan hoy los medios de comunicación -y formación- de masas.

Ligado a esos medios, el arte actual cabe, casi todo él, bajo la categoría de «entretenimiento» (me refiero al arte popular -el arte culto, cuando no es fuente del anterior, es políticamente irrelevante-). Un «entretenimiento» que ya no justifica el orden social a través de su glorificación trascendente y extática (como el arte sacro), sino a través de una agradable rutina de representaciones de los valores dominantes (y de una «subversión» de los mismos -escándalos, parodias, provocaciones- no menos programada).

Por lo dicho, el arte moderno carece de sentido trágico. Todo en él se resuelve como entretenido melodrama y espectáculo cómico. El nuevo héroe -tal como el nuevo líder político- es el escudero o bufón hábil y simpático que dice las cosas claras, resuelve los problemas cotidianos, y que gana o pierde con democrático espíritu deportivo (mientras, el arte culto de vanguardia ni siquiera llega a este nivel de entretenimiento, y solo existe como producto subvencionado y apenas decorativo para el poder).

¿Cómo este arte banal, estandarizado y carente de sentido trágico -incapaz de generar temor o entusiasmo- puede mantener aún su eficacia política? Una posible respuesta está en su perfecta transparencia con respecto a lo real (cuando la ficción es omnipresente deja de ser ficción). Nada existe hoy fuera del tiovivo mediático y de su permanente producción de realidad. Y, obviamente, nadie quiere quedarse al margen (en esa muerte que es el afuera de las redes y pantallas). El arte-entretenimiento genera conformidad creando una ilusión no ya de vitalidad o sentido, sino de mera existencia. Ni siquiera los representantes del poder -ellos menos que nadie- existen fuera del escenario y la trama mediática; señal esta, inequívoca, de que el verdadero e invisible poder está, como de costumbre, entre bambalinas...