TVtes en los telediarios cómo el Ejército sirio masacra y humilla a su propia población y el cuerpo te pide intervención. Escuchas a Obama decir que no tiene dudas de que Asad ha gaseado a los suyos y debe pagar por ello y te preguntas si era necesario esperar a llegar a semejante desastre para reaccionar. Te cuestionas qué clase de moral rige a la estirada comunidad internacional cuando asesinar a bayoneta parece admisible mientras que matar con gas nervioso resulta intolerable. Algo hay que hacer, piensas. Aunque signifique elegir entre lo malo y lo peor. Luego recuerdas que ya nos manipularon así para ir a la guerra en Afganistán, en Irak o en Libia. Tres grandes negocios donde los únicos que tienen claro qué han ganado son los comerciantes de armas y las empresas privadas de seguridad. Todos los demás aún nos preguntamos para qué se intervino, si mejoró en algo la catástrofe de partida o si al menos se ha protegido a las víctimas frente a los verdugos. En Afganistán mandan los talibanes, en Irak se pacta con los señores de la guerra y de Libia solo sabemos que sigue llegando el gas a precios competitivos. Lo demás no importa. El Ejército sirio se presenta como un socio tan fiable y corrupto como el egipcio. La oposición es un riesgo. Hay petróleo y gas en Siria. Rusia posee allí su única base naval en una zona estratégica. Israel prefiere que continúe Asad porque le parece más inofensivo que cualquier otro que pudiera venir. Las democracias occidentales solo aspiran a apuntalar a un régimen controlable que asegure sus intereses en la zona por cualquier medio necesario. Los sirios no cuentan para elegir su futuro. La geoestrategia decide como único e incontestable argumento. La democracia vuelve a ser un daño colateral. La historia de siempre. El desastre se avecina. Otra vez.