A distancia prudencial, como si no estuviera interesada, contemplo sus juegos. Me muevo lo menos posible, para que no se sientan invadidos. Chapotean, ríen, se alimentan igual que si mañana empezara el año de la gran hambruna. Diseminados por el borde de su hábitat, los contemplamos solo lo justo, no sea que de pronto se den cuenta de nuestras miradas y dejen de comportarse como son, crías salvajes camino de la vida. Cuerpos de vainilla y chocolate, piernas interminables en desacuerdo con el resto del cuerpo, aún pequeño. Manos enormes, ojos siempre sorprendidos, boca abierta a la ferocidad de este verano que empieza y se acabará enseguida. Ellos aún no lo saben, claro.

La urgencia es crecer, lo demás puede esperar. Inconscientes de lo que viene, consideran la tarde un aquí y ahora sin medida. Parecerían dignos de envidia si no fuera porque lo mismo que los convierte en animales de feroz hermosura los vuelve vulnerables. Ahí están, zangolotinos, desgarbados, medio hechos, en la envoltura que no se ve, pero se adivina. Se empujan, caen, vuelven a levantarse y sobre todo, ríen. Ríen al ver a las hembras de su especie, se golpean el pecho en torpe cortejo, sin saber lo que se avecina. Ellas, siempre más maduras, apenas los miran. Lucen cuerpos espléndidos con la elegancia de quien no sabe aún de qué es capaz su belleza. Ellos, tan frágiles, se pavonean, se tiran desde el borde, saltan. A distancia prudencial, yo los contemplo, sobre todo a él. Como si no estuviera interesada sigo sus pasos, su torpeza, la existencia entera que le queda por delante, el dolor inmenso del amor, que aún no conoce, la felicidad, el desasosiego, la insatisfacción, la vida. Y entonces comprendo las palabras de mi padre, su oferta de vivir todo eso por mí, de ahorrarme el dolor, de retrasar para siempre el momento de verme volar y caer del nido. Y también comprendo esta tarde de hoy, esta nostalgia de algo que aún no ha empezado y que quisiera mantener en suspenso, un momento más, todavía.