Nos ha tocado vivir y convivir en un tiempo en que las pinceladas sutiles quedan ensombrecidas por los trazos amorfos de las brochas gordas. En determinados ambientes se observa al comedido, al educado, o al cívico como una rara avis que planea grácilmente en medio de un mundo en que las ventoleras y los picotazos son frecuentes.

Pero, precisamente, por irradiar esa falta de aversiones, obsesiones y complejos, quien más huye del marasmo cenagoso de las ambiciones desmedidas, de la competencia desleal y de la práctica ausencia de humanidad y urbanidad, más se acaba viendo enfangado por sus congéneres. Es curioso cómo ocurre. Pero es, también, tan constante en la historia de la especie que, a estas alturas, a nadie debería sorprenderle que suceda.

Aunque no es menos cierto que la historia rueda cíclicamente, y que, si bien se repiten las etapas de enardecimiento, arrebato y embrutecimiento, también lo hacen las de moderación, sosiego e ilustración. Luego, es verdad que la cultura influye, y que a lo largo y ancho del globo, siempre hay bastante gente de esa que nunca pierde las ganas de guerrear, y una proporción más o menos similar (según el momento) que prefiere los tiempos de paz y luz.

Al final, ocurre que, sencillamente, tenemos lo que elegimos, mayoritariamente, por acción u omisión. Y, aunque es cierto que no todos merecemos lo que nos ocurre o acontece, también lo es que, entre todos, a veces, nos lo buscamos. Porque la acomodación y el relativismo que, frecuentemente, inundan los tiempos más ligeros y despreocupados, son más problemáticos de lo que se piensa, en tanto en cuanto que acaban abriendo las puertas, de par en par, para que los más dogmáticos se escarranchen. Porque el mundo, y las sociedades, siempre acaban reaccionando cuando lo ridículo e hilarante alcanza categoría de discurso oficial. Y el problema viene siempre en que esa reacción se produce a modo de bandazo, saltando de un extremo a otro, y sin plantearse siquiera que en el término medio suele encontrarse la virtud.