Médico

Aunque no seamos del todo tontos, hay que reconocer que atávicos impulsos nos empujan a guarecernos bajo las mismas ideas y costumbres de siempre. Es verdad que el campo se ha quedado solo. Quizá por otro viejo resabio humano. Nos reconocemos mejor en la ciudad, obra de los hombres, que en la tierra, obra de Dios. Despechada con nuestro desaire nos pasará factura algún día si no lo hace ya. Quiero decir que hemos huido del campo. Se ha deshumanizado. Sin embargo, todos tenemos un fondo telúrico al que nunca deberíamos haber renunciado. Hay, de todos modos, alguna gente que, como si quisiera recrear el mito de Anteo, acude periódicamente a su encuentro. Me refiero a esos campesinos de ida y vuelta, o de quita y pon, amantes de las barbacoas, esa manera culinaria de volver, también, a nuestros orígenes. Bueno, es verdad que podrían dejar en casa, de paso, el lector de música y aguzar el oído para escuchar otras melodías. Y el chandal y las zapatillas que exhiben algunos como si fueran a entrar en un pabellón polideportivo. ¡Qué le vamos a hacer!

La humanidad es una gran familia cuyos miembros suelen hacer poco no ya para llevarse bien, ni siquiera para reconocerse o encontrarse. La verdad es que todo cuanto camine en esa dirección nos enriquece. Aunque también es cierto que todos nuestros males provienen de no ser capaces de vivir solos. En las mañanas domingueras, la cita con la barbacoa, esas reuniones informales bajo el paraguas protector de una encina, pueden ser una valiosa oportunidad.

Un contexto cultural que no nos haga felices es una civilización cuando menos maltratante. Stendhal distinguía entre ellas una gradación jerárquica en función de su distinta capacidad para procurarnos el arte y el gozo de hacernos felices. Los gitanos, por cierto, siempre lo fueron hasta que incorporaron a su cultura lo más perverso de la nuestra.

Ir de barbacoa se ha convertido en una especie de fiesta ritual. Algo parecido a ir de caza pero sin matar animales. El sacrificio de la res se produjo a escondidas, previamente, delegando en terceros. Se realiza de una manera taimada, a escondidas. En la caza, en cambio, el asunto se despacha sin tapujos, sin paliativos. Todos mantenemos con los otros animales una relación bastante paradójica. El resultado final es siempre el mismo. Un animal muere para servir de alimento a otro. Y eso es todo. Siendo así las cosas, resulta poco entendible que el cazador, por ejemplo, sea un terrorista, depravado moral con bombas de mano escondidas bajo el chaleco, mientras que quien se come el conejo, induciendo a otros a su muerte, sea un santo varón. Claro que hay un alguien todavía más pintoresco. Me refiero a los vegetarianos, esos comensales verdaderamente atípicos. Con una visión bastante hortelana del mundo, pretenden restringir la vida al reino animal.

La celebración de una barbacoa recrea, sin duda, nuestro pasado más ancestral. El asador es un altar, una especie de ara para agnósticos, dispuesto para el ritual del sacrificio, para la comunión grupal. Se abandonan por un día los métodos complejos de elaboración del alimento para regresar a los cimientos gastronómicos. Compartir la carne asada, sin sofisticaciones y en precario, en medio del campo, nos convierte por un tiempo en más primitivos, en el buen sentido de la palabra. Incluso a esos que visten chandal y zapatillas y que, en el campo, ni ven ni oyen ni entienden que exista, también, el universo de animales y plantas del que formamos parte.