El hecho de que Rajoy cuidara entre algodones a Luis Bárcenas primero y lo esquivara después inspira una duda razonable en la ciudadanía, agravada por su negativa de dar explicaciones en el Congreso. El encastillamiento de Rajoy no deja de ser muy humano. Se entiende que no quiera comparecer si ha aceptado sobres pecaminosos pero igualmente se entiende su escaqueo si no los ha aceptado. Debe de ser poco agradable pasar por un Calvario en el que el sanedrín de la oposición, dispuesta a apedrearle, sería capaz de dejar en libertad al mismísimo Barrabás con tal de crucificar al sufrido presidente. Ya sabemos que Rajoy no es Jesucristo ; por eso no le pedimos un sacrificio heroico para salvar a la humanidad, solo le pedimos que dé la cara para salvarse a sí mismo.

De alguna forma todos estamos amarrados a una cruz, y Rajoy lo está a la de su cargo. Instalado en lo más alto de la política -o en lo más bajo, según se mire-, sigue en la misma línea que cuando era un simple ministro: su tendencia natural es salir de un charco para meterse en otro. El Rajoy de hoy debe luchar contra la oposición, contra ciertos discípulos de su propio partido (donde hay más de un Judas) y contra los intereses de un periódico que dosifica sibilinamente la información para hacer caja. Pero debe luchar sobre todo contra su propia indolencia.

Yo preferiría desconfiar antes de un delincuente como Barrabás/Bárcenas que de don Mariano. Pero la honorabilidad de un presidente de gobierno es como la de la mujer del César : no solo debe ser buena sino que además debe parecerlo. Y las explicaciones del lunes, ay, nos saben a poco.