Escritor

Todas las culturas se definen por lo que desechan y por cómo lo desechan. La basura de cromagnones y neandertales nos revela sus hábitos alimenticios y su forma de vestirse. La existencia de sistemas de alcantarillado habla del nivel de complejidad de la administración urbana y del refinamiento de sus ciudadanos. Y hoy en día establecemos una fácil ecuación entre grado de civilización y la forma de eliminar la basura: que en Madagascar los nativos usen las playas como letrinas, que las empleadas de los ferrocarriles chinos barran hacia fuera del vagón envoltorios y botellas de plástico, descubrir en una aldea senegalesa que sus residuos se amontonan en las calles nos parecen signos de un desarrollo cultural insuficiente.

Y que en un país como España casi cualquier excursionista se lleve sus desperdicios de vuelta a casa en lugar de arrojarlos a un río o acantilado abajo, lo consideramos un avance civilizatorio. Entendemos que el respeto al medio ambiente es una muestra de progreso intelectual, pues evidencia que hemos dejado de considerar la naturaleza como un bien sin valor y establecido una relación más igualitaria con los demás seres que habitan el planeta --ya sean animales o plantas--.

Sin embargo, igual que nuestros gobiernos defienden de palabra los medios pacíficos para la resolución de conflictos mientras permiten, cuando no alientan, la venta de armas casi indiscriminada, o ensalzan la libertad de prensa mientras pelean con uñas, dientes y prebendas por el control de la televisión, los ciudadanos de a pie nos enorgullecemos de no arrojar un papel al suelo, pero año tras año aumentamos nuestro consumo energético y enriquecemos la montaña de residuos con aparatos supuestamente obsoletos.

No, los occidentales no somos más respetuosos con el medio ambiente que los habitantes de los países pobres. Atrapados en un sistema económico que exige un aumento constante del consumo para mantener el crecimiento y generar empleo, adquirimos productos electrónicos de vida cada vez más breve, nos subimos al carrusel interminable de la moda y exigimos energías baratas para desplazarnos por el planeta como si fuese nuestro barrio. Eso sí, tranquilizamos la conciencia comprando gasolina sin plomo, pilas sin mercurio y productos en envases reciclables.

El hecho de que el reciclado consuma energía que a su vez genera contaminación, y que millones de toneladas de esos envases no se reciclen jamás, e incluso, como se descubrió en Alemania, se exporten a países en vías de desarrollo para enterrarlos allí, no es algo que nos preocupe particularmente.

¿Es más limpio, más respetuoso con el medio ambiente quien compra todos los días varias botellas y luego las lleva religiosamente al contenedor de vidrio o quien utiliza una durante años y un día la tira al suelo? La diferencia es que a este último podemos señalarlo con el dedo, mientras que nosotros hemos conseguido un sistema perfecto para borrar responsabilidades que nos permite declararnos sin rubor defensores del medio ambiente.

Sólo nos da un escalofrío cuando una catástrofe como la del Prestige o una fuga radiactiva nos recuerdan lo precario del sistema. Y si la casualidad nos confronta con los residuos de nuestro consumo, nos ponemos la capa de justicieros y la emprendemos a mandobles contra autoridades ineptas, empresarios rapaces y, por supuesto, contra los políticos corruptos.

Queremos cuadrar el círculo consumiendo de forma cada vez más disparatada, pero exigiendo un entorno al que no lleguen mareas negras ni nubes de dioxina. Para ello, exigimos una legislación que nos proteja y deslocalizamos las producciones más contaminantes y peligrosas al Tercer Mundo --ya enviaremos ayuda humanitaria a los enfermos--. En realidad, en lugar de pasarnos la vida arremetiendo contra gobiernos e industriales sin escrúpulos, deberíamos estarles agradecidos. Al fin y al cabo, nos hacen el trabajo sucio.