Para sus millones de suscriptores, Amazon Prime ofrece ahora en su menú, entre otros contenidos, el documental Leonor, sobre la infanta adolescente y supuesta futura reina y la serie Borat, sobre el cómico kazajo del mismo nombre que viaja a Estados Unidos y que, como Montesquieu con sus Cartas persas o Cadalso con sus Cartas marruecas, se sirve del emigrante oriental, aquí francamente grotesco, para criticar las carencias del mundo occidental, sea francés, español o estadounidense. Personalmente no pienso ver ni el documental ni la serie, pues me dan tantas náuseas la cursilería monárquica como el humor del cómico británico Sacha Baron Cohen. La verdad es que para cómicos ingleses, prefiero a los Monty Python, o hasta Benny Hill.

Eso sí, de ganarme la vida como guionista, propondría a Amazon fundir documental y serie en uno, y cambiar de protagonista, optando no por Leonor de Borbón sino por su abuelo, que da mucho más juego. El guion, en realidad, podría estar cien por cien “basado en hechos reales” y solo tendrían que leer las informaciones publicadas estas semanas sobre las andanzas de Juan Carlos I por ese país que linda con Mongolia y que lleva el viril nombre de Kazajstán. Por allí iba nuestro rey, allá por 2002, a cazar cabras montesas, pues las pirenaicas son poquita cosa al lado de las cornamentas que se gastan los íbices caucásicos. Debieron ser unos viajes muy gratos, al contrario que para buena parte de la población de un país condenado internacionalmente por su violación de derechos humanos, y donde la cárcel o la tortura a los disidentes políticos están a la orden del día. Eso importaba poco o nada a un rey cuyos mejores amigos no han sido monarcas europeos democráticos, sino sátrapas orientales, que son más generosos. Pues al parecer, el rey no solo se traía trofeos cornudos de Kazajstán, sino también sus buenos aguinaldos. El dictador Nazarbáyev hizo que le entregaran unos maletines con cinco millones de dólares y comentó a su séquito, compasivo: “Mirad, es el rey de un país y no tiene nada, yo le ayudo como puedo”.

El Borbón, la verdad, era un poco gorrón, y al final, como se preguntaba hace poco un periodista, uno puede cuestionarse para quién trabajaba, cuando su sueldo español era una miseria comparado con lo que iba recaudando de la ceca a la Meca, o de Arabia a Kazajstán, pasando por Dubái. Ya la gente se cansó de preguntar qué hace o dónde está el emérito ahora, y además no pocos políticos y medios acusan de bolchevique a quien se cuestione la forma de Estado. Siempre se nos decía que la monarquía española era de las menos caras de Europa, mucho más económica que la británica. Pero ya se las apañaba el rey, con su campechanía desbordante, para obtener ingresos por otros lados, gracias a sus amigos con turbante, esos reyes de oriente que sí que daban regalos de verdad.

Qué capítulos más divertidos podría tener esa serie, con Juan Carlos y Nazárbayeb departiendo en su residencia de las montañas. Un hombre del régimen, Rakhat Aliyev, cuenta en unas memorias de las que no nos habíamos enterado en España, que los dos amigos, después de cazar, “bebieron whisky escocés y saltaron juntos al río. Chicas de compañía del país esperaban cerca para repartir total relajación”. El pobre Aliyev, caído en desgracia, terminó suicidándose (o eso dicen) en Viena. Total, era un personaje secundario. Juan Carlos, para agradecerle su hospitalidad, incluyó al dictador Nazárbayeb en la selecta nómina de quince jefes de Estado invitados a la boda de Felipe y Letizia. La relación entre el español y el kazajo se había iniciado a raíz del acuerdo para que Talgo obtuviera la línea entre Astana y Almaty, las dos principales ciudades del país. Uno traía el tren, y el otro le mejoraba su tren de vida.