La semana pasada se cumplió el primer año de Luis Salaya como alcalde de Cáceres y, a tenor de lo que uno oye en la ciudad, está claro que la satisfacción con su gestión es mayor de lo que parecía augurar la fragilidad de sus apoyos de gobierno. Una vez más, un gobierno en minoría se esfuerza más que el que vive apoltronado en la mayoría absoluta, y eso pese al legado desastroso de los últimos años del PP y la pandemia que ha impedido casi cualquier iniciativa.

De las primeras medidas que tomó el nuevo ayuntamiento fue crear 15 kilómetros de carril bici, entre ellos el de la Ronda Vadillo, gracias al cual se puede ir más cómodamente del centro a la universidad. Es habitual que los gobiernos de izquierda favorezcan al peatón y al ciclista, mientras los de derechas comulgan con la (in)cultura del drive-thru, propia de Estados Unidos, y tan desastrosa para el medioambiente. Fue casualidad, pero coincidió con que este otoño me compré una bicicleta, retomando una afición que había interrumpido diez años atrás, a raíz de que me robaran la que tenía, un caso aún sin resolver, que seguramente no deje dormir a la policía local.

No hace mucho pasé por la tienda donde compré la bicicleta y pregunté al dependiente (nacido en Bonn, pero de familia de Cañamero, retornado a sus orígenes hace años; la historia de la emigración extremeña en Alemania y otros países europeos es un campo casi totalmente desconocido, que me asombra pase desapercibido a los historiadores extremeños) cómo marchaba el negocio tras el parón de la pandemia, y me contó que la demanda de bicicletas se ha disparado, hasta el punto de que «podría vender todas las que quisiera» si no fuera porque por el parón de las fábricas se quedó sin existencias.

A pesar de sus cuestas, Cáceres es una ciudad privilegiada para la bicicleta. Una pena que esta sea vista en España solo como deporte, y apenas como medio de transporte. Recuerdo, cuando trabajaba en Alemania, el aparcamiento de bicicletas de la Universidad de Marburgo, más grande y repleto que el de coches. Allí, hasta los catedráticos iban en bici, sin que ello fuera desdoro para su status. Lo mismo en la República Checa, a pesar del frío. Recuerdo al director del departamento de Romanísticas en la Universidad de Brno, el entrañable profesor Kylousek, llegando con su casco y mallas de ciclista. Con sus sesenta años estaba en una forma física envidiable para la mayoría de sus colegas españoles.

Todos saldríamos ganando si el uso de la bici se extendiera: los estudiantes, a cambio de sudar un poco, se ahorrarían el precio del autobús (aunque en mi opinión este debería ser gratis para los universitarios) y podrían apreciar las bellezas de Cáceres, las espléndidas panorámicas de la parte antigua, con la iglesia de Santiago, cuando uno sube la cuesta de la ronda, como un barco de piedra.

Incluso a nivel ético, la bicicleta es benéfica. En su novela De corazones y cerebros, César Martín Ortiz hablaba de «un mozo de dieciocho años que de tanto pedalear en solitario por esas carreteras había adquirido un auténtico carácter de ciclista, estoico, fuerte y pacífico». Si otros deportes fomentan una mentalidad agresiva, el ciclismo fomenta el equilibrio y lo que Henryk Skolimowski, en su «ecofilosofía», llama el sentido de reverencia por la naturaleza. Si uno vive en Cáceres, con pedalear diez minutos ya está en pleno campo, y si tira por la carretera de Badajoz o la de Miajadas, no es raro avistar alguna familia de jabalíes, un zorro que baja a beber al arroyo o, con suerte, hasta algún ciervo majestuoso. Por otra parte, cuando uno va en bicicleta, se ve obligado a respirar los gases de coches, motos y camiones, y se vuelve consciente de lo demencial que es envenenar la naturaleza con esa naturalidad.

*Escritor.