Tuvo la valentía de despedirse de su familia en una demostración de fortaleza cuando la muerte ya asomaba a su puerta. Siempre admiré a mi tío Nano , un camionero cacereño de los pies a la cabeza que había recorrido miles de kilómetros al volante transportando mercancías allí donde le llamaban. Su leyenda quedará para siempre en la memoria de quienes, cuando éramos niños, soñábamos con ese volante gigante que manejaba con la experiencia de un cirujano en la mesa de operaciones.

Así se forja el recuerdo imborrable de los hombres que pertenecen a una especie que sabe de la soledad en el comedor de un bar de carretera un lunes por la noche camino del destino que sirva para dar de comer a su familia, de la mirada hacia el horizonte mientras sueñas con volver a casa. Y, por qué no, de los clubes que se encienden como farolas en las autopistas oscuras.

Fue mi tío Nano un auténtico luchador, hasta el último día, como si quisiera demostrarles a los más cercanos que la vida siempre ha sido un viaje constante para llegar a ese lugar donde espera el descanso. Le encantaban los baños en Benidorm, salir a pasear con Cristina , su mujer, y compartir barra con quien hiciera falta porque siempre le gustó la calle.

Alguien me contaba que peleó contra el cáncer como un campeón, sin importarle cuándo alcanzaría su hora. Y llegó, pero con la serenidad de quien sabe que ese sería su último viaje en vida. Cuántos habría hecho en el camión con un destino cierto, cuántas rutas hacia ciudades desconocidas donde descargar y regresar. Por eso, allá donde estés, sigue conduciendo, que el camino siempre es de los valientes. Buena ruta, Nano.