Cuenta Joaquín Sabina en su canción Pacto entre caballeros que tres fulanos intentaban, pincho de cocina en mano amenazando su garganta, robarle las pelas y el peluco que llevaba. Pero hete aquí, que justo cuando ya se largaban con el botín, uno de ellos se dio cuenta de que el atracado era "el Sabina, ese que canta". A partir de aquí entre víctima y asaltantes se produce un espontáneo colegueo muy fraternal y estos terminan siendo hermanitas de la caridad para Sabina, hasta el punto de que se compromete a agasajarlos escribiéndoles una canción. O sea, que tres indeseables que van por la vida jodiendo a los demás --excepto a él, por ser Sabina-- reciben su homenaje. Y ese pacto entre ¿caballeros? fue muy aplaudido. Pero claro, Sabina para muchos es un ingenioso canalla de los que siempre están perdonados. Algunas veces a lo canallesco se le da una connotación seductiva, como ocurre con Joaquín Sabina, frecuente narrador --e incluso a veces apologista-- de la vida libertina, quizá porque incita a esa desinhibición imaginaria que nos lleva a pensar que lo licencioso puede ser algo divertido en lo que nos gustaría participar.

Claro, que de lo que ficticiamente canta Sabina a lo que ocurre en realidad no hay apenas diferencia. Ultimamente en España lo canallesco está siendo muy reconocido y premiado. Trapicheros, delincuentes y truhanes hacen de las suyas y en vez de salir mal parados, se les recompensa con la admiración o el dinero. Algunas televisiones los contratan para que cuenten sus sorprendentes hazañas y embelesen a un considerable número de televidentes. Aquí el más guay es el astuto que sabe jugársela a Hacienda, o dejar tras de sí una estela de impotentes acreedores, o rebañar inmerecidas subvenciones al Estado. Unos años de cárcel le pueden salir muy rentables. Eso a gran escala. A pequeña escala, predar en lo que se pueda y salir airoso es muy usual y valorado. Hoy impera lo canallesco. Los tipos que van de legales por la vida son muy aburridos. Lo malo es que cada vez van quedando menos.