Los niños de los ochenta crecimos con demasiadas mentiras. «No llores por mí, Argentina» es algo que nunca dijo la musa de los descamisados, sino Tim Rice, el letrista del álbum «Evita» (Andrew Lloyd Weber, 1976). Los intensos violines moldeaban nuestras mentes junto a las voces de Julia Covington y Paloma San Basilio, imaginando la mujer moderna, valiente, progresista y ejemplar que nos habían vendido. Pero Eva nunca fue feminista: «Nada de lo que yo tengo, nada de lo que yo soy, ni nada de lo que pienso es mío: es de Perón». Tampoco fue progresista, y la mejor muestra de ello es que su visita a España en 1947 fue oxigeno internacional para Franco. ‘Evita’ fue todo mentira. Uno de los primeros productos políticos de la cultura de masas.

Los acordes de Lloyd Weber se entremezclaban con el himno de la Transición, «Libertad sin ira». Decía que nos guardáramos el miedo y la ira porque había libertad. El 23 de febrero de 1981 supimos que la libertad estaba entrecomillada, que la ira solo se la habían guardado los de un lado y que solamente el miedo consolidaría la gran mentira intergeneracional. Un himno tomado como progresista, aunque solo era liberal.

En 1992 éramos adolescentes y estábamos a punto de volar rumbo al paraíso prometido. Parecía que todo era posible. Los Juegos Olímpicos y la Exposición Universal explotaban con luz y color mientras escuchábamos «Amigos para siempre», que parecía reconciliarnos definitivamente entre nosotros y con el mundo. El AVE llegaba a Andalucía y España parecía reconstruida, pero años después descubrimos que la España pobre seguía siendo pobre, y la España rica continuaba siendo rica. Barcelona era el faro del mundo y parecía que el nacionalismo era historia, pero años después aparecieron millones en Suiza y otra gran mentira. No éramos amigos para siempre y no parecía que lo pudiéramos ser.

Cuando las mentiras de la Guerra de Irak parecían haberse redimido gracias al gobierno del talante, llegó la mañana del 12 de mayo de 2010, cuando nuestro presidente anunció los mayores recortes de la historia. Se derramaron lágrimas. La crisis financiera de 2008 había volado el escenario y vislumbrábamos las bambalinas. Para entonces, casi todos habían renunciado a un trabajo «de lo suyo», muchos se habían hipotecado hasta las cejas y algunos se habían ido de España para no volver.

También para entonces teníamos ya el himno a la alegría del siglo XXI, compuesto por Coldplay paradójicamente el mismo año que la gran crisis, 2008. Su título, «Viva la vida», aparecía como un grafiti sobre el cuadro de Delacroix «La libertad guiando al pueblo», perfecto ejemplo de mito libertario convertido en liberal, de cultura convertida en producto.

Hasta tal punto habíamos crecido escuchando mentiras, que la única verdad pública de nuestras vidas fue la victoria de España en el Mundial de Sudáfrica la noche del 11 de julio, dos meses después de que condenaran nuestro futuro. El himno multicultural «Waka Waka» no dejaba de sonar, y el videoclip de Shakira rodeada de niños negros nos recordaba que otros niños negros morían en pateras cada día. Pronto se supo de la corrupción futbolística, ya entonces un negocio millonario.

En 2014, en plena ventana de esperanza política, una Eva de nuestra generación, Amaral, compuso «Ratonera» (donde estábamos y donde estamos), dedicada a los políticos en activo: «No sé cómo duermes por las noches, estúpido farsante, si mientes más que hablas (...) Puedes intentar que te perdone Dios, no lo haré yo».

Ahora, la crisis de 2020 se superpone a la crisis de 2008 y un futuro mejor ya casi no existe para muchos. Nuestra generación gobierna, pero algunos ya sabemos que también nos ha engañado. Hay ira contenida y la libertad se debate. Ya no les queda vida suficiente para pedirnos perdón por tanta mentira, ni quizá a nosotros la suficiente para perdonarles.

Somos una generación engañada, pero cuando hablamos con las anteriores y las posteriores sabemos que ellas también. La solución de España es complicada porque bajo los problemas fácticos transcurren largos ríos de emociones de las que nadie quiere hacerse cargo. De haber solución solo podría comenzar de una forma: diciendo la verdad de una maldita vez.

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