Los episodios de vida licenciosa que han ocultado los muros de Villa Certosa, la propiedad sarda de Silvio Berlusconi, podrían tomarse como el argumento de un sainete de mal gusto si no fuera porque afectan a un personaje con responsabilidades públicas nacionales e internacionales de gran relieve. Y si, como parece, implican a menores, habría que añadir a la gravedad del asunto la presunta responsabilidad penal de Berlusconi y sus amigos. En todo caso, la información difundida hasta la fecha dibuja una realidad inquietante que desprestigia a Italia, debilita a su primer ministro y pone en duda la capacidad de este para poner en práctica la discreción indispensable en las relaciones entre estados. No es exagerado decir que la peor versión de la peor caricatura de Italia se ha adueñado del país. Lo cual lleva a la triste conclusión de que después del hundimiento del sistema de partidos que gestionó Italia durante la guerra fría, contemporizó con la mafia y mantuvo al Partido Comunista extramuros del poder, ha ocupado el escenario un club de oportunistas que desconocen en qué consisten la legitimidad del poder y la dignidad del Estado. Sin que, por lo demás, importe demasiado a sus compatriotas, que apoyan en las urnas sus calaveradas.