Hubo un tiempo en que los distintos canales de televisión de nuestro país se vieron invadidos por decenas de programas del corazón. En ellos, se alababa o vituperaba a famosos de todo tipo y condición. Y, en función del tratamiento al que se sometía al personaje de turno, el susodicho alcanzaba cotas de popularidad insospechadas, bien por la vía de la sátira y el cachondeo, bien por la de la admiración ciega. Ese tiempo ya pasó. Se fue. Los programas del corazón pasaron a mejor vida (salvo en contadas --y sonadas-- excepciones).

Y lo cierto es que, a día de hoy, muchos no sabríamos explicar muy bien ni el porqué del nacimiento y extensión de aquella tendencia, ni, sobre todo, el porqué de su abrupto final. El caso es que la temática de estos programas perdió su carácter hegemónico en las parrillas televisivas. Y nuestra desgracia es que el estilo de hacer televisión, y de abordar la realidad, que se adoptó durante los años de esplendor rosáceo, permanece inalterable, aunque ahora aparezca manchando ese ámbito --dizque serio-- del análisis de la actualidad política.

Los lectores habituales de esta columna saben que he tratado este mismo asunto (desde diferentes primas) en más de una ocasión. Pero me van a permitir que lo haga una vez más. Porque el transcurso del tiempo y la observación sosegada de esa realidad alternativa --que es la realidad televisiva-- motivan un inevitable cuestionamiento acerca de si este modo de entender el medio es el síntoma de la enfermedad de nuestra sociedad o el principal causante de la misma. Y, en este sentido --quizá por una cuestión de carácter-- pienso que hay que denunciar que cada vez ruboriza más la contemplación del modo en que los distintos agentes de la caja catódica se envisten como verdugos o sirvientes, según sea la situación o el personaje al que se dirijan.

Porque, a veces, avergüenza el servilismo indisimulado de unos u otros. Pero, en otras ocasiones, abochornan las vulgares maneras de las que algunos se sirven para pasar por la trituradora de carne a cualquier personaje relevante con alguna sombra --de corte profesional o ético-- en su trayectoria. Por todo ello, se echa de menos un poco de equilibrio. Y, también, de ese viejo afán por ser auténticamente objetivos, tal y como anhelaban los primeros informadores que se enfrentaron al reto de contarnos la vida en tiempo real.