XExn el decir de los entendidos, el monasterio es un lugar impresionante, de austera belleza. Pero, a mí, esta grandiosidad religiosa, ni me sobrecoge ni me impresiona, debido sin duda a alguna atrofia de mi sensibilidad.

Sin embargo, este otro lugar, este cementerio en mitad de la nada, donde un puñado de tumbas florece bajo un sol que abrasa, sin más consuelo que la visión de unos árboles de troncos atormentados y el canto indiferente de las chicharras, sí me resulta sobrecogedor. Esta soledad, este silencio tan espeso, estas cruces como flores de mármol que le crecen a la tierra de hierbas requemadas, dan ganas de llorar.

He paseado por entre las tumbas, deteniéndome un poco en leer los nombres y las fechas. Todas son de muchachos que murieron antes de llegar a los treinta años. Algunos en la primavera de 1918 y otros durante la navidad del 44. Cuánta historia dormida en este campo santo, cuánta juventud talada por los sueños de gloria de individuos como ese Emperador que vino a morir unos metros más arriba.

Algunas tumbas carecen de nombre, y ese anonimato es aún más desgarrador. La soledad de esos huesos que se pudren bajo este suelo que piso habla de una novela de dolor que nadie en sus cabales quisiera haber ideado. Y sin embargo, cuántos libros para el enemigo del hombre que hizo asesinar a toda una generación entera de muchachos como éstos, cuánta gloria inmerecida, cuántos homenajes.

Si en verdad existen los extraterrestres y es cierto eso que aseguran algunos de que nos estudian desde el principio de los siglos, seguramente les cueste trabajo comprender el modo tan extraño que tiene el hombre de humillarse a sí mismo.

Paseo entre estas tumbas en absoluta soledad. Debe hace una hora que estoy sentado en este asiento de leña, frente a las hileras de cruces, y no ha llegado absolutamente nadie. Contrasta con el ajetreo de vida que ronda al Monasterio.

Sobrecoge el alma el espectáculo casi obsceno de este abandono y, sin embargo ni me asusta el entorno ni me siento solo. Las gentes que descansan aquí abajo, tan lejos de sus casas, tan arrancadas de cuajo de su tiempo y de su historia, me hacen sentir que son de mi misma raza, mi familia. Yo podría ser uno de ellos.

Algo que no percibí mientras paseaba por esos pasillos repletos de fotos del rey entregando diplomas, ni cuando caminaba entre los senderos que rodean al Monasterio.

En esos momentos pensé que si los monjes se retiran es sólo para huir de una vida a la que ni aman ni comprenden, ya que tienen puestos los ojos en el más allá; el propio Emperador, que tantas vidas mancilló, buscó el retiro en este rincón del mundo porque sintió que le pesaba en la conciencia tanto fracaso, y buscó, como los frailes, huir de la vida, aproximarse a su Dios, ese Dios extraño que bendice a los asesinos. Así pues, este Monasterio, que es hoy un hermoso centro de cultura, nació, como casi todos, del caletre de gente que renegaba de la vida, gente a la que cansaba lo humano.

Cinco siglos separan los dos templos, pero la distancia no es sólo temporal. Es una distancia abismal, una distancia de concepciones vitales.

Para unos, la carne es un lastre que los separa del cielo, mientras que los otros son sólo carne de cañón. Nos han acostumbrado a glorificar a estos enemigos de lo humano. Para ellos las fundaciones, las letras mayúsculas, los nombres de las rutas turísticas, las tesis doctorales y los libros de caras encuadernaciones. Mientras que para los amantes de la vida, para los que nacen sin esa enfermedad de los afanes de grandeza, los tristes cementerios escondidos y, si acaso, una tumba anónima que le nace a la tierra abrasada como una flor con los pétalos de mármol.

*Escritor