Mariano Rajoy se ha apresurado, después de unos instantes de indecisión, a asegurar a los electores que no tiene intención de modificar las leyes que regulan los matrimonios homosexuales, el divorcio o el aborto. Frente a las demandas apocalípticas de una parte de la Conferencia Episcopal --que incluso aventuraban el fin de nuestra democracia en opinión del obispo de Valencia, monseñor Agustín García Gasco -- el líder del PP se ha desmarcado de la manifestación celebrada en Madrid en defensa de la familia.

Mariano Rajoy dispone de encuestas y estudios sociológicos suficientemente afinados como para saber que asumir las posiciones que le demanda la Iglesia católica significaría una sangría de votos, porque la ecuación entre ciudadanos considerados católicos y seguidores de las pautas de la Conferencia Episcopal no arroja un saldo suficientemente favorable para esa empresa.

El PP vuelve a incurrir en una contradicción difícilmente soportable en política. Pretende beneficiarse de la erosión que para el Gobierno supone el enfrentamiento planteado por la jerarquía católica, pero al mismo tiempo debería apoyar al Gobierno en sus posiciones porque son prácticamente las mismas que no quiere revisar ante los electores.

El margen del centro político no tiene una elasticidad infinita. Pretender abarcar a la extrema derecha ultra católica de este país y a quienes desde una cultura cristiana y católica tienen un pensamiento moderno sobre la sexualidad y la familia es una aventura complicada, porque no se pueden cubrir todos esos parámetros al mismo tiempo. Mariano Rajoy no ha tenido más remedio que hacer caso a los sociólogos de cabecera del PP que le han advertido que en España hay muchos católicos, pero no de la misma naturaleza que le gustaría a Rouco Varela y a García Gasco.