Abramos como la pasada semana: de esta, saldremos. Más pronto que tarde, a decir verdad. Lo que queda ya claro es que no será más unidos. No. A pesar de que hubo una oportunidad. Existió, sí, porque el comportamiento a nivel social en las primeras semanas fue cercano a modélico. Supongo que era una reacción lógica a vivir un cambio tan radical y apresurado, el cosquilleo de la nueva rutina y de la sensación de lucha conjunta.

Pero el ser humano, ya lo estamos viendo, se acostumbra a todo. Y lo que hay ahora, nos guste o no, es pura frustración. Pocos serán los que vayan a pasar este trance inicial del impacto del virus sin estar afectados. Quien no ha tenido alguien cercano enfermo, tiene familiares o amigos luchando en hospitales enfundados en batas y equipamiento (eso, con suerte). Quien no se ha visto en medio de un ERTE, sufre pensando en su empresa y cómo afrontar todos los pagos. Por no hablar de la sombría realidad de los miles de fallecidos y sus familias.

Una frustración en superficie que no es, en verdad, más que miedo. Acumulamos, entre vídeos y sonrisas en redes sociales y aplausos en el balcón, una bolsa de temores e inseguridades que, por algún lado, tienen que salir. Como el virus es un enemigo callado e invisible, que se niega a réplica hemos elegido que sea otro. Más cercano. El mismo vecino con el que salimos a las ocho o nos atiende en el supermercado. Con el que aplaudimos. Pero entendemos que alguien tiene que ser el culpable, una forma pasivo-agresiva de no asumir la realidad: las responsabilidades en la gestión.

La información debiera haber ayudado a controlar nuestro miedo, pero sólo lo ha redirigido. Ha servido de ariete porque desde el púlpito donde lo que sale solo debía ser información (a ser posible, certera y fidedigna) ha salido todo matizado por intereses partidistas.

Es hora de citar a Carlo María Cipolla. Cipolla era un prestigioso historiador italiano que ha pasado a la historia por algo que concibió como un mero entretenimiento. Acuñó una teoría de la estupidez, con rigor paracientífico, que se desglosaba en las cinco leyes de la estupidez humana. Cada una más certera que la anterior, que culminaba en la quinta ley: «Una persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que puede existir». Porque un estúpido es capaz de causar daño a otras personas o seguir su agenda personal, sin sacar finalmente fruto para sí mismo.

Por supuesto que el gobierno no tiene culpa alguna de la existencia del virus. Faltaría más. Por descontado que tiene el máximo empeño en sacarnos de esta terrible solución. El error humano es, prácticamente siempre, disculpable. El exceso de confianza, en el ejercicio de responsabilidades públicas, lo es menos, pero resulta entendible.

Sin embargo, sorprenden tres hechos en la gestión del virus por parte del bicéfalo gobierno de coalición: primero, la descoordinación e improvisación que se plasman en las medidas tendentes a paliar los efectos económicos y sociales del virus. Segundo, su intento de clamar por una unión de todas las fuerzas mediante la zanahoria de dedicarse a hostigar a la oposición y culparla de la actual situación. Uno puede comprender que no se debe dejar atrás la ideología propia haciendo política, pero no enfrentarse a otras administraciones porque tengan distinto signo (Madrid, por ejemplo).

Pero lo que es realmente escalofriante es usar el difícil momento para potenciar cambios en nuestros derechos o proteger la imagen de partido. Desde el CIS al impulso legislativo del control de información. Desde pasar en 24 horas de decir que aquí no pasa a nada a alertar a toda la población. Las ruedas de prensa a dedo. No al auxilio a las empresas, pero sí a una renta básica que no creará empleo, pero sí dependencia. Mientras los subsidios sociales o la liquidez no terminan de llegar.

Cipolla aseguraba que «la capacidad de hacer daño que tiene una persona estúpida depende de la posición de poder o de autoridad que ocupa en la sociedad». Así que no, no saldremos más unidos.

Tampoco lo haremos más libres si no nos convencemos de que debemos hacerlo, que debe estar en nuestro mano. Pero no nos ofusquemos, ya como dicta el principio de Hanlon, no atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez. No es cosa de siglas, del otro, del que piensa distinto. Es pura incompetencia. Sólo que esta vez la vamos a pagar (caro) todos.

*Abogado. Especialista en finanzas.