Saben qué pasa cuando uno viaja en un avión y el piloto avisa de que entramos en una zona de turbulencias ¿no? Pues más o menos así está la mayor parte de los padres y madres de este país ante la inminente vuelta al cole de sus hijos: agarrados al asiento y queriendo pensar que quien lleva los mandos sabe lo que hace. En breve empezaremos una travesía extraña para la que solo existen recomendaciones generales y, sinceramente, nadie sabe muy bien cuál va a ser el resultado. Utilizando de nuevo el símil aeronáutico, puede que sean unos simples tambaleos del avión, unos pocos contagios o cuarentenas, o por el contrario una caída en barrera directos al confinamiento.

No quisiera verme en el pellejo de los responsables educativos y sanitarios en estos momentos. El coronavirus probablemente sea el peor escenario al que se haya enfrentado un dirigente político en muchos años. Pero cuando en junio se levantó el Estado de Alarma septiembre se veía demasiado lejos. Se suponía que había tiempo suficiente para cambiar la curva de una pandemia que parecía que empezaba a controlarse. Sin embargo, visto lo visto, el nivel de contagio ha vuelto a adquirir una dimensión desproporcionada y, lejos de decaer, no ha parado de crecer, curiosamente coincidiendo con las temperaturas más altas del verano.

Es verdad que muchos son casos asintomáticos y que las pruebas PCR han arrojado más positivos de los que se destapaban en marzo o abril, pero ahí están las cifras en ascenso y ya sabemos qué pasa cuando los contagios suben a niveles disparatados, que las posibilidades de acabar en la cama de un hospital son bastantes más altas.

De todas maneras, no hay duda de que somos una sociedad hipócrita. Estamos hablando del peligro de los colegios mientras exigimos que nos recojan a los niños para poder trabajar y conciliar; criticamos a la autoridad competente por permitir que se llenen las aulas a la vez que disfrutamos de una estupenda cerveza en la terraza de un bar rodeados de gente; y sostenemos que volver a las clases presenciales es una apuesta arriesgada al mismo tiempo que acudimos a un concierto de música o vamos a un acto lúdico con una amplia afluencia de público.

Seamos serios, los riesgos existen en todos lados y la responsabilidad que le vamos a dar a los profesores es muy alta, lo cual nos obliga a respetar todas las medidas de seguridad que han sido adoptadas y a dejarnos de pamplinas como si en cada casa hubiera un experto epidemiólogo. En muchas ocasiones pecamos de arrogantes, como si el drama no fuera con nosotros, como si fuéramos intocables, no digo nada de los negacionistas porque es más que evidente que sus teorías rayan el delirio mental, pero otras veces somos como el perro del hortelano, que ni comemos ni dejamos comer. ¿Sí a las clases presenciales o no a las clases presenciales? Pues ni una cosa ni la otra sino la contraria que así es imposible equivocarse, ¿verdad?

Llegados a este punto, no queda más remedio que intentarlo. La educación, pilar fundamental de una sociedad democrática avanzada, debe ser presencial siempre que se pueda. El niño y el adolescente tienen que socializarse y aprender de la mano de un profesional de la educación estando en contacto con él. Sobre este contexto habrá que arbitrar pautas de comportamiento en los maestros y sus alumnos, hacer PCR masivos si se detecta el más mínimo brote y extremar las medidas de seguridad en cuanto a aglomeraciones de personas.

Extremadura cuenta con una idiosincrasia específica muy distinta a la de otras regiones españolas. Si hay algo que nos distingue es la despoblación y la dispersión geográfica. Un colegio de un pueblo pequeño del Jerte o de las Hurdes, con menos de cien alumnos, no tiene nada que ver con otro de una gran ciudad como Cáceres o Badajoz donde se supera el millar.

Ha quedado demostrada la eficacia de la mascarilla, sobre la que habrá que insistir en todo momento mientras esto dure, así como el lavado constante de manos varias veces al día. Esas pautas, más todas aquellas que insisten en la higiene para prevenir el contagio, me temo que pasarán a formar parte de nuestro día a día hasta que llegue la ansiada vacuna. Lo mismo que las entradas escalonadas, el uso del termómetro, la suspensión de las actividades que conlleven contacto físico o la limpieza y desinfección de las estancias cuando sean distintos los grupos de escolares las que las utilicen.

Ningún sitio está exento de que entre el bicho y contagie a sus moradores, ni un geriátrico ni una empresa como ha quedado demostrado ni, a partir de ahora, una escuela o un instituto. Habrá que convivir con ello en este tiempo de males que nos ha caído y estar ojo avizor para actuar con extrema celeridad en cuanto se detecte el más mínimo caso. Para ir para atrás y volver a la educación telemática u ‘online’ siempre habrá tiempo, pero será una circunstancia general , no solo del ámbito exclusivo de la educación.